Hearts Beat Loud juega a un juego muy peligroso en el terreno de la comedia existencialista de tono amable que no es otro que el de la confusión entre lo que supone una reivindicación cómoda de la nostalgia mientras se debate sobre la existencia presente con la caída en el cliché más naïf y azucarado de lo que supone la revisitación del pasado. Un paseo en un alambre cinematográfico cuyo equilibrio es difícil de mantener y que en el caso que nos ocupa no se consigue del todo.
No es poner paños calientes al respecto, pero da la impresión que el film de Brett Haley rehuye deliberadamente buscar esa balanza y se decanta descaradamente por la versión más sentimental, en el peor sentido del término, que podría ofrecer el argumento. Es por eso que, de alguna manera, esta decantación hacia la búsqueda de la emoción fácil no resulte especialmente molesta sino que acaba ejemplificando esa existencia de la ‹middle class› bohemia y depauperada neoyorkina. Una suerte de ironía hipster sobre los dramitas del primer mundo que podría resultar hasta insultante pero que genera empatía por proximidad, evitando una soberbia altiva en sus planteamientos.
La avalancha de clichés está presente desde el minuto uno: El padre ex-músico que regenta una tienda de discos fracasada, la hija superdotada para los estudios, la música y las emociones y que además es lesbiana y fruto de una relación interracial, el amigo hippie y su bar, la casera enrollada con aires de ‹MILF› pero no mucho y la abuela ex artista con alzheimer forman un conjunto, un cuadro flamenco que a priori pide a gritos salir corriendo. Sin embargo las conexiones emocionales que establece Haley funcionan por simple concatenación de eventos esperados. Tanto, que lo que es previsible se convierte en cómodo y consecuentemente agradable.
La clave está en que no hay nada excesivamente forzado, ni en lo temático ni en lo formal. No hay grandes discursos, ni intención de hacer trascendentes frases dignas de una taza de Mr.Wonderful. Lo que sí hay es una muestra de una realidad que puede parecer demasiado cinematográfica en el imaginario colectivo pero que sin duda existe, al menos en la tonalidad en la que se muestra.
Con ello y quizás involuntariamente, se enarbola una cierta bandera política de aires inequívocamente demócratas al respecto de la reivindicación de ciertos valores culturales, sexuales y existenciales. Sí, ser negro es normal, que tu padre sea blanco también. No habría que esconderse por ser homosexual, ni tan siquiera enarbolarlo en forma de orgullo y ser emprendedor significa poder cerrar tu tienda y buscarte la vida, sea como artista en redes sociales (y Spotify no es incompatible con vender vinilos) o como empleado en otro establecimiento.
Y luego está la música, eso que hace vibrar al más pintado. Y si se muestran canciones más o menos pegadizas y se habla de ello citando a bandas alternativas (pero no mucho) pues ya tenemos un gancho para atrapar a la audiencia de primera categoría. Todo ello condensando en un metraje de poco más de una hora y media que se convierte en una oda a lo que podría haber sido un descalabro de primera magnitud pero que, a quien suscribe estas palabras, le parece amor puro y sin duda, desde ya, una de sus películas favoritas en mucho tiempo.