El perro es la excusa, o quizás la sinécdoque. El perro es el símbolo de una vida, de todas las vidas. El perro como resumen de una existencia, de unos sentimientos, de unos valores. El perro como modelo de libertad, de miedo, de amistad, de la inocencia culpable o del acto consciente escondido. El perro no es el perro de Pavlov, condicionado, sujeto de experimentación. El perro es Laurie Anderson, directora del film. Es un medio para un fin, un transmisor, una idea fuerza.
El perro es el concepto, pero el concepto debe ser explicado, puesto sobre papel por así decirlo. La forma escogida por Laurie Anderson pivota esencialmente sobre dos ejes, el visual y la voz en off, no como entes separados sino como torrentes paralelos de expresividad complementarios, como creadores de sinergias, como dos generadores de energía eléctrica cuya función es llevar al espectador a un shock final, a una comunión (extra) sensorial con las emociones transmitidas.
Este es, a grandes rasgos, el catálogo de intenciones de Heart of a Dog. Todas ellas loables desde el punto de vista de la creación de artefacto poético que enfatiza no solo esta vertiente narrativa sino que pretende además no conformarse con ser versos bellos sino que quiere dotarlos de contenido filosófico, existencial y político. El problema con todo ello es que, a pesar de que el despliegue de herramientas se antoja correcto, su uso no acaba de conseguir el propósito mentado.
Y es que es indudable que Anderson ofrece un catálogo de imágenes y reflexiones ora bellas ora poderosas. Momentos que perduran a nivel visual como sentencias que obligan a una reflexión intelectual posterior. Sin embargo todo ello no acaba de cuajar en un tono uniforme. Por un lado el discurso no fluye, se pierde en digresiones esencialmente religiosas (especialmente en lo que a teorías budistas se refiere) que dan un aire tan personalista a lo dicho que pueden alejar al espectador si no es participe de las creencias expuestas.
Pero sobre todo asistimos a un ahogamiento de lo visual por parte de lo explicativo. La voz en off se hace demasiado presente, persistiendo hasta un punto que no acaba de dejar respirar a las imágenes, dejarlas explicarse por sí solas, explotar su capacidad de transmisión per se y dando la sensación de que estamos ante un artefacto no tan libre como aparenta sino más bien una guía que nos dirige y no nos deja espacio para interpretaciones de carácter más individual, personales. Como si finalmente todo resultara más propio de un libro de autoayuda donde el resultado final depende de si se comulga con el mensaje o no.
Por ello Heart of a Dog resulta un documental tan poderoso como a ratos indigesto, tan cercano en su humanidad como lejano en su política de mostrar verdades absolutas. Sí, es indudable que Laurie Anderson consigue dejar huella, poso, pero también lo es que queda un cierto sabor agridulce en este bucle existencial que plantea porque a veces, la perfección no está en el determinismo del círculo, ni tan siquiera en mostrarlo, sino en saber cómo motivar a romperlo, cómo cautivar al espectador con esa posibilidad, dejando una salida que por desgracia no es ideológicamente mostrada.