De corte elegante, montaje dinámico y movimientos acompasados, Morten Tyldum nos sumerge en un universo de tiburones empresariales con pocos o ningún escrúpulo con tal de conseguir su objetivo. En ese marco nos encontramos a Roger, un cazatalentos de existencia aparentemente perfecta: tiene una preciosa mujer que acaba de inaugurar una galería de arte, vive en una casa que muchos desearían y posee un importante cargo en una de las empresas más competentes en su terreno… esperen, ¿había dicho perfecta? no del todo, pues tras toda esa fachada se esconde el impecable patrón de un ladrón de guante blanco que se agencia famosas obras pictóricas para ingresar su valor real en el mercado negro, todo ello con la ayuda de su compinche Ove —que a través de su delirante y excesivo comportamiento empezará a marcar los lindes de una obra que nunca sabes donde terminará—. Su vida parece plácida y sus pinitos extra-laborales tampoco parecen arrojar un exceso de complicaciones a ésta hasta que aparece una misteriosa figura, la de Clas Greve, candidato ideal para el puesto de director general en la empresa de Roger y poseedor de un magnífico Rubens original.
A partir de ese instante, Tyldum inicia un juego de casualidades que desmantela un guión cuya dirección parecía conducirnos al prototípico thriller de robos y giros de guión ‹in extremis›, pero nos termina llevando a un rocambolesco film de acción que en ocasiones roza el delirio y se nos presenta como una de esas ‹raras avis› que desconciertan al espectador más por el modo de pergeñar secuencias de corte extraño y único, que por hacer virar la trama en un torbellino de inabarcables consecuencias que, en cierto modo, es lo que acaba siendo de un modo tan particular que engancha y sorprende a partes iguales merodeando la mente de un trastornado espectador que en ninguno de los casos, y menos viendo su trailer, hubiese imaginado algo así.
Tyldum forja de este modo las características de un thriller que sobresale por su naturaleza extraña y cuya fuerza se cimenta en el poderío de unas secuencias que, por estrambóticas, confieren una entidad totalmente distinta a Headhunters. Es, de hecho, ese tono destartalado el que lleva el trabajo de Tyldum a territorios distintos e inexplorados alejando sus constantes del thriller al uso y convirtiendo lo que podrían haber sido momentos ridículos en la base de un título que da por sentado a qué ha ido el espectador a la sala —disfrutar y evadirse— y encuentra en esa máxima una de sus principales claves para funcionar tan rematadamente bien.
Cierto es que para ello no elude recurrir a lo escabroso de situaciones que pondrán a prueba al público más suspicaz, pero quizá es en ese punto donde Tyldum encuentra el complemento ideal para un film que se termina mostrando más desacomplejado y cruento de lo que en un principio pudiera parecer, llegando a lograr que el cambio radical de look de su protagonista no signifique sólo una transformación que muestre su devenir, también el estado de las circunstancias que le rodean y lo extremado de unos límites inimaginables para un personaje así.
Muchos pensarán incluso, al provenir otra vez de los parajes del norte de Europa, que ante Headhunters se toparán con una de esas raciones de frío glacial y búsqueda de unas constantes distintas al cine USA pero que no son tan lejanas a lo que se hace en los ‹States›. Nada más lejos de la realidad, y gracias a la cooperación de unos intérpretes que parecen estar metidos hasta el fondo en unos papeles que les vienen como anillo al dedo, Headhunters consigue desmarcarse de esa tónica y dar muestras de que hay vida más allá de Millennium y sucedáneos baratos, completando así una propuesta que tampoco olvida los momentos de crisis y posee un interesante trasfondo para aquel que quiera encontrar algo más que una desmadrada distracción.
Larga vida a la nueva carne.