A menudo el hecho de devolver un pasado traumático a la ficción puede devenir en un acto catártico necesario. Tanto para reestructurar un presente en ocasiones recluido en esos episodios, como para comprender la magnitud de una narrativa pasada e incluso confrontar tanto las acciones como los roles que se podrían sustraer de lo vivido.
Alejo Levis dirige su mirada en el que supone su tercer largometraje hasta la fecha a uno de los espacios desde los que se fraguó uno de los episodios negros del continente africano, el genocidio en Ruanda, que terminaría con la masacre de un elevado porcentaje de la población tsutsi a manos del gobierno hutu. Es así como el cineasta español nos sitúa en la emisora de radio desde donde se lanzaron mensajes de odio destinados al intento de exterminio que se produjo en 1995.
Un marco que el cineasta dispone para realizar esa relectura de un momento clave a través de la obra escrita por un técnico de sonido, a la que se enfrentarán dos actores ruandeses marcados de un modo u otro por ese trágico pasado. No obstante, toda ficción tiene sus límites, y en estos se encontrarán los protagonistas ante una historia que debe ser contada desde la aprobación de la autoridad, otorgando el visto bueno a todo aquello que se pueda llegar a emitir desde el lugar.
Hate Songs, que toma su título precisamente de esas “canciones de odio” difundidas por la estación radiofónica, explora los vínculos y la implicación emocional de una sociedad todavía capturada por las consecuencias de lo sucedido, y cómo la ficción se erige como motor desde la que poder afrontar, por doloroso que sea, un proceso que no cesa nunca: así, y de la misma manera que los personajes reencuentran sombras de una etapa aún abierta por las cicatrices que permanecen presentes en quienquiera que pueda estar ante sus ojos, reavivando heridas y reviviendo miedos, descubren en el hecho de dar vida de nuevo a lo acontecido un abismo frente al que lanzar cuestiones o, directamente, establecer una huida ante el horror de resignificar ese trance.
El autor de Todo parecía perfecto encuentra en esa ligera propensión genérica que desarrollará en contadas secuencias, la forma de representar un ‹shock› que desplazará a ratos el foco dramático. El color deviene en ese sentido un elemento clave dentro del film, hallando en sus tonos más rojizos una manera de personificar esa contrariedad, pero al mismo tiempo un espectro de emociones de lo más visceral, y apelando al azul para regresar a ese pasado y sanar, de algún modo, las indelebles huellas que este deja.
Puede que en su debe esté el hecho de acometer los diversos giros que irán reencuadrando a los personajes en el relato de modo un tanto forzado, pues si bien proveen capas a dicha reconstrucción y sirven para establecer una reflexión más profunda en torno a cómo nos relacionamos con el trauma, invocan una vertiente dramática que no funciona con la misma capacidad de sugerencia que sí logra esa constante introspección. Un hecho que se recoge especialmente en esa suerte de epílogo que nos brinda Levis acerca de la importancia de lo que transmitimos y el legado que quedará.
Hate Songs se alza así como un intenso artefacto reflexivo, que halla en la interpretación de Nansi Nsue una poderosa voz desde la que trascender, y que además sostiene a la perfección sus desvíos genéricos desde lo formal sin que devengan un mero capricho —destaca en ese aspecto, además de lo visual, el uso del sonido, que acompaña estampas tan heladoras como esa sonrisa bobalicona que devendrá algo mucho mayor—, encontrando así en la reconstrucción de la Historia algo más que un mero reflejo, también una manera indispensable de confrontarla.
Larga vida a la nueva carne.