Jóvenes enamorados, ciegos de belleza y fuego, tontean en la puerta de una habitación. De repente el tono cambia: una mujer desnuda sale de entre las cortinas, y no se trata de alguna escena de matrimoniadas, es Chiara Mastroianni hablando con fluidez del sexo, la atracción, las epopeyas verbales y la justicia poética. Se viste y revisa el cuerpo de cada muchacho que grácilmente mueve sus rizos al viento de una calle abarrotada. Ella es una persona cualquiera que llega a casa y se ducha para lo que a los voyeurs que participamos nos parecería limpiar la culpa, y para el marido, quitarse el peso de un día más. Pero Christophe Honoré no quiere que sea un día cualquiera: un mensaje en un móvil, una lavadora a 1000 revoluciones y unas cuantas desairadas confesiones sobre la imperfección de un matrimonio acomodado fluyen hasta que conocemos el porqué del título de la película, Chambre 212, un cubículo donde comenzar a soñar con fantasmas pasados.
Honoré confía en lo conocido: una historia de (des)amor, una siempre espléndida Chiara —que ya ha sido el rostro la voz de los pensamientos del director en más de una ocasión—, la ausencia de la juventud y las ansias de mamar de ella con el recurrente Vincent Lacoste.
Para ello, convierte una estrecha calle con dos edificios enfrentados en una especie de teatro muldimiensional. Una invitación a imaginar la realidad repleta de cartón piedra y manierismo, que se sustenta de las mentiras, los secretos y un obligado retorno al pasado. ¿Acaso no es posible rememorar todo lo vivido para decidir si una relación debe continuar? ¿Y si se materializa, respira e incluso replica ese pasado? Este es el ideal de Habitación 212, una puerta al diálogo con los recónditos lugares de la memoria, un paseo de la estancia amarilla a la azul para ver, oír e incluso sentir un reflejo renovado de lo que una vez fue amor o deseo.
Pero la película tiene cierto gusto por las referencias. Es rápida, expresiva, sumamente viva, y para ello utiliza estímulos para poner a prueba la atención a lo que nos rodea. Están las sonatas de Scarlatti (no en balde el marido que disfruta de la autocompasión con los calcetines bien arriba es Benjamin Biolay, que ya una vez fue el marido oficial de Mastrioianni); una cama en la que cabe un trío con extraños bien avenidos como en Vivir deprisa, amar despacio; una de las fantasmas va ataviada de angora y marcado el flequillo como la mismísima Nastassja Kinski en Paris, Texas; ese bar que sujeta el hotel llamado Rosebud, que parece revivir los sueños de una Ciudadana Kane cualquiera; o el cine que sujeta el hogar roto por el ansia, que tiene en cartelera entre otras Grâce à Dieu, lo último (en ese momento) de François Ozon, que ya que todo el mundo está por la labor de reinventar, a mí me suena a un homenaje al director que ya ha sabido recrear el amor más teatral y ufano en Gotas de agua sobre piedras calientes, que a su vez es un pequeño homenaje a Fassbinder, reclamando decorados, encierros e intercambios que tan bien funcionan en Habitación 212. Por no meternos en literatura…
¿No es todo redondo? Evidentemente no, cualquier comedia sobre (des)amor tiene sus dificultades, mientras disfrutas de lo situacional, tal vez se te atragante lo dialéctico, o pienses que la reflexión es blanda o atropellada o complaciente. Es un poco como admitir que todas las relaciones se parecen y los equívocos de los demás nunca son tan parejos a los tuyos. Pero Habitación 212 se disfruta alegremente porque la protagonista que construye Chiara es pérfida y encantadora, arrolladora y sin complejos, y sabe reutilizar sus recursos para que se note sin esfuerzo aparente que el vodevil está al caer.