La familia es lo primero. Eso debieron pensar cineastas como Tobe Hooper, Wes Craven o Rob Zombie —este último, apelando al cine de sus antecesores— cuando clanes como los de los Sawyer o los Jupiter se dedicaron a aterrorizar a toda una generación. Simeon Halligan recupera esos hábitos donde el término familia vira en torno a un carácter salvaje y desequilibrado, y entre sus máximas se encuentra, cómo no, cuidar de la manada, del resto de miembros sean más débiles o más fuertes.
Michael no tiene relación aparente con ninguna de ellas, y aunque el núcleo de la suya no mantenga una gran armonía, se le puede considerar un tipo de tantos otros. Pero concurrir según qué lugares —esos a través de los que buscar una suerte de liberación inexistente en forma de copas y noches eternas— puede llevar a zonas donde la incomodidad se persona antes que nada, dando paso a la perplejidad para terminar en aceptación (o no). En resumidas cuentas, abrazar esa carencia de normalidad que Michael afirma no poseer ante su hermana cuando hablan de los trastornos ocasionados por un pasado todavía presente, o dejarla atrás intentando solventar todo aquello que nos aleja de la sociedad —convención tras convención— tal y como la conocemos.
Visto —y descrito con trazo— el entorno en el que se mueve el protagonista, no sorprende pues que el alejamiento de esas convenciones hagan que se sumerja en un reverso tenebroso cuyo carácter resalta en manos de Simeon Halligan por una explicitud bastante afín al cruento —y algo inquieto— universo que pretende retratar. No sucede lo mismo a través de una estética que quizá no indaga con tanta fuerza como sí lo hacen algunas de sus imágenes y momentos. Lejos de reforzar el film por la senda de lo visual —aunque a esta no se le pueda achacar ningún pero en el plano formal—, el autor de White Settlers prefiere administrar una intriga mediante la cual ir moldeando un crescendo y dar forma a un viaje cada vez más enajenado y perturbador. Una gestión que, no obstante, desaparece con la concreción de un mundo que no hace sino reforzar la postura de Michael, cuya última decisión será si acatarlo o no en vista de una estampa —y forma de entender— que rebasa por primera vez los preceptos que para él no parecían tener sentido alguno.
Habit acierta en la consecución de un microcosmos que termina resultando más fascinante y sugestivo de lo prometido, y lo hace además logrando encontrar una extraña cohesión entre el contexto en el que se mueve el protagonista y los visos de una alienación todavía mayor, que ya no responde a una falta de acuerdo para con los parámetros dictados, sino a la percepción de un nuevo modo de vida.
Todo este trayecto queda reflejado por Halligan a través de la idiosincrasia de unos personajes que no hacen sino refrendar un discurso, el construido en torno al seno familiar, que por momentos adquiere un tono de lo más atrayente. Los estímulos recibidos en forma de consagración de un subtexto que continúa indagando en el género tal y como lo conocemos, se ven refrendados sin embargo por su último tramo donde una suerte de thriller al uso —que, en definitiva, vira hacia lo convencional— marra en parte las posibilidades de un film cuya descripción resultaba mucho más sugestiva dejando al espectador articular las particularidades de ese universo cuya expresión queda minimizada cuando, en efecto, clamaba algo radicalmente distinto.
Larga vida a la nueva carne.