Es hora de defender nuestro hogar. Único lugar en el mundo conocido por una madre y sus dos hijas, donde los nuevos tiempos todavía no han llegado, un último pedazo de tierra que frena la evolución industrial para que una familia pueda seguir comiendo.
Y en las sombras quedó el hogar, las mujeres supieron de la sangre glorificadora, mientras el ganado y el cultivo se echaba a perder por un futuro incierto que muchos señores decidieron que era la más pura verdad, aunque las tretas para difuminar la existencia de ellas fuesen las mentiras.
Gwen nos sitúa en una desgraciada situación donde alimentar la escena de tenebrosas y sucias atmósferas que cargan el ambiente hasta la asfixia. Estamos en el s. XIX, donde el miedo a las brujas todavía no se ha perdido, donde el crimen de la especulación comienza a ser una nueva moneda de cambio, y allí encontramos a mujeres solas, pobres y dispuestas a mantener con firmeza su hogar a pesar de todo y todos.
William McGregor aprovecha eso que ofrecen los kilómetros de nada que rodean Gales para centrarse en la joven Gwen, todavía una niña, ya una mujer, para que sobrelleve todos los males del universo. Un relato escueto, silencioso y pesado que va más allá del relato costumbrista, generando terror por cómo modela la imagen.
Hay niebla que esconde a los muertos e indeseables, hay velas que iluminan levemente el rostro de mujeres que guardan secretos, hay días polvorientos y la luz que atraviesa los rosetones de la iglesia. McGregor se limita así los en la selección de escenarios pero nos somete a su constante búsqueda de la soledad.
Como una sombra que lucha con todos estos resquicios lumínicos está el Diablo, la brujería, y todos los temas que en la época se utilizaban en contra de los demás, ya sea una madre asustando a sus hijos para moldear su comportamiento, o adultos ávidos de excusas baratas para deshacerse de quien estorba. Es así como aparece el terror en Gwen, una sombra que se desvanece en cada esquina que contemplamos mientras la joven lucha por sobrevivir a lo desconocido.
Elegidos con mimo todos y cada uno de los detalles que nos transportan a otra época, aunque sea precisamente la ausencia de elementos lo que mejor nos sitúa en el lugar, el director parece casi haber olvidado darle una forma exacta a su historia. Esto es algo con lo que te conformas con facilidad, pero realmente agota espiritualmente la cargadísima y buscada atmósfera continuada que rodea a la familia, que lleva en ocasiones hacia el día —con la efímera inocencia de la más pequeña de las tres—, para trasladarnos a la profunda noche —la enfermedad de la madre y todo lo que es capaz de ocultar a sus hijas para sobrevivir— y volver a asfixiarnos en una equilibrada pena constante.
Fiel a esa virtud de nuevos directores que ajustan su primer largometraje (para él lo es tras realizar la miniserie de TV One of Us) a los parámetros de la ‹coming of age›, el director se atreve a darle un lenguaje propio, pesado y, a su manera, tremendamente bello, al menos no conformista a la hora de hablar del paso de la infancia a la adultez, donde convive un terror latente más propio del súbito drama gracias a esos pequeños trucos puramente visuales que tan bien adornan un tiempo pasado.
Gwen es eterna, pero no indeleble, y deja unas estampas idílicas y tenebrosas que merecen nuestra atención sin importar hacia donde se disipe esta tremebunda niebla.