El uruguayo Gustavo Hernández planteó su carta de presentación en el largometraje como un auténtico desafío formal: una cinta de terror rodada en un (aparente) único plano secuencia. La osadía resulta pertinente, creo, por dos razones: primero, por el talento que su autor despliega en esa narración sin cortes y en tiempo real, en la que la cámara se mueve de una forma bastante sobria y artera por los recovecos de la siniestra casa en la que transcurre la acción; segundo, porque dicha decisión permite hibridar con mayor fluidez dos registros del género de terror opuestos y sin embargo compatibles, como son el de la clásica casa embrujada y el del terror psicológico de toda la vida. En ese espacio indeterminado, en el que la realidad aparece sutilmente erosionada no se sabe bien si por influjo de lo sobrenatural o por arrastrarnos a la percepción sesgada de una mente enferma, es donde La casa muda resulta más atractiva. De hecho, es una de las películas que de forma más literal aborda su evidente sustrato psicoanalítico, equiparando los turbios secretos de la psique de la protagonista con los recovecos del espacio que la misma recorre linterna en mano, escenificando metafóricamente su propia inmersión en esas zonas reprimidas de su propio yo.
Esta fuerte impronta psicológica, cada vez más perceptible conforme avanza la película, no impide, en cualquier caso, que esta se perfile y desarrolle como una clásica película de terror, una que explora de forma pausada y singularmente inteligente el espacio y el tiempo, a fin de cuentas la materia más delicada con la que trabaja, generando una inquietud sostenida muy estimulante (con momento tan climáticos como la revelación del cuarto con las fotos) y algunos sobresaltos verdaderamente bien diseñados (la escena en la que la protagonista ilumina el espacio tomando polaroids). Cabe lamentar, sin embargo, si el experimento no decae en determinados tramos, tropezando con instantes de cierto tedio y reiteración. En todo caso, ayuda a dotar de interés a la propuesta su bienvenida ambigüedad. Basada en un hecho real poco aclarado (el descubrimiento de dos cadáveres mutilados en una casa de campo en los años cincuenta), la cinta de Hernández propone una respuesta al enigma real sin explicitar todas sus implicaciones, dejando cierto margen para la duda y el misterio (a diferencia de lo que hacía su remake americano, más verosímil en la génesis del trauma, pero también con una trama y resolución mucho más masticadas y, por ende, menos interesantes).
Soy de la opinión de que en una primera película uno puede, e incluso debe, jugar a darlo todo, arriesgarse, hacerse notar. Si está permitido pecar de arrojo o ambición, que sea en la obra con la que debutamos. Y eso es, básicamente, lo que ha hecho Hernández: una obra de terror de cámara modesta en su planteamiento (tres personajes, un escenario, muy poquitos medios), pero de ardua elaboración en su puesta en escena. Algo que vuelve a certificar al género como el más visual y el más proclive a la experimentación formal de todos. La casa muda, con sus titubeos, fallos y demás factores mejorables, sabe desarrollar algo parecido a una personalidad propia y ofrecer genuinos instantes de terror basándose en unos elementos mínimos pero bien explotados. Especialmente esa fascinación que nosotros, como espectadores, experimentos al adentrarnos en un lugar inhóspito linterna en mano, con temple visual, exprimiendo sabiamente la profundidad de campo, los sonidos, generando atmósferas decrépitas y sórdidas… Una atendible y valiosa pequeña película de terror, en suma.