Viktor Kossakovsky plantea un reto en su documental Gunda; dejar que la naturaleza hable por sí misma. En su retrato del devenir de diversos animales de granja obvia cualquier presencia humana dejándonos un artefacto contemplativo acerca de la maternidad, el destino, la vida en si misma. El objetivo parece claro: concienciarnos al respecto de que no somos tan diferentes de los animales retratados, que son seres con sentimientos y no meros objetos de consumo. En este sentido podemos hablar de film propaganda enfocada claramente hacia el veganismo.
El problema fundamental es que todo parte de una trampa básica: sí hay presencia humana, que no es otra que la del director. No hay un enfoque que busque alejarse y ser mero espectador, sino que su cámara busca deliberadamente todo aquello que pueda ser conmovedor pasando de este modo la realidad a través de un filtro de bucolismo impostado. Así pues, no son las vivencias de Gunda (un cerdo de granja) y sus descendientes los que mueven a reflexión sino la manipulación a la que Kossakovsky somete a su audiencia.
Más allá de que pudiéramos definir a Gunda como un Ken Loach de lo animalista, el principal problema de la película estriba en que es difícil crear cualquier tipo de conmoción a través de una morosidad en su ritmo que convertiría a Bela Tarr en una especie de Michael Bay. Cierto es que la vida en una granja no da para grandes dosis de acción, pero entre esto y la (presunta) belleza de ver pasar moscas por la pantalla hay un abismo.
Junto a ello, la decisión de plasmarlo todo en un blanco y negro que más que hablar de una metáfora poética del destino nos indica una decisión autoral donde la belleza estética no surge de la narrativa, sino que viene impuesta a modo de embudo formal para la vista. Es difícil pues sentir la más mínima empatía por los escasos acontecimientos que ocurren en pantalla y que se pueden resumir en un tránsito vital más bien corto que nos habla de la brevedad de lo que aparentemente es la felicidad animal hasta un final perpetrado, de forma tan invisible como su presencia, por el elemento humano.
Lógicamente estamos ante una obra que se aleja del cine de aventuras familiares como podría ser el de otro ilustre cerdo cinematográfico como Babe tanto en el fondo como en la forma, pero que a pesar de sus intentos creativos no consigue llegar a la conexión emocional que esta última ofrecía.
No se puede negar que estamos ante un documento arriesgado donde Kossakovsky apuesta por un cine kamikaze que desafía los convencionalismos, pero también, y por qué no decirlo, la paciencia del espectador. Un viaje del que podemos rescatar sin ambages la belleza de alguna de sus imágenes (esencialmente sus últimos planos desoladores) pero que no consigue desprenderse de su aura de artificio autoral, lo que, por desgracia acaba por hacerle un flaco favor a unas intenciones que podrían ser objeto de debate, por supuesto, pero que acaban sepultadas ante la grandiosa invitación al bostezo que es Gunda.