Hay un capítulo en The Simpsons en el que Marge comienza a trabajar en una inmobiliaria. Para vender, debe aprender la diferencia entre las dos formas de mostrar la verdad: está la cruda, realista y poco esperanzadora que nos llega tal cual es; también está la afable, la que se guarda pequeños datos sin importancia para no disturbar la tranquilidad de los otros, la más fácil de comprar. Como le dice un compañero, está la Verdad y la “verdad”. Adivinad cuál es la que hace que le quiten las casas de las manos.
Ahora que está tan de moda decir que la televisiva familia amarilla siempre fue una visionaria adelantada a su tiempo, podríamos pensar que ya vieron venir las costuras de Guerra de mentiras. O tal vez solo tuvieron que fijarse en las costuras de las últimas guerras ahumadas por el gobierno de USA para hablar de verdades y cosas no tan ciertas.
Título original: Curveball. Como nombre en clave es perfecto porque la bola con efecto generada por la simple intención de creer algo es tan eficaz como perturbadora. Johannes Naber cogió la realidad y la desmenuzó hasta el más puro absurdo en su película, en una especie de tira y afloja entre ostentaciones, mínimas informaciones, secretos y el trasfondo de Irak, Sadam Hussein, el virus Anthrax, y los americanos, hasta dejar claro que esa necesidad de “verdad” llevó nuestro mundo al caos con grandes corporaciones lavándose las manos.
Sabiendo que para creer hace falta aferrarse a la inocencia, Naber nos agarra de la mano para que transitemos entre perfiles llenos de inverosimilitud junto a su protagonista, un lobo que solo quiere oír que sus pesquisas eran ciertas. Así hermanamos a los que quieren una verdad y quienes pueden contar una verdad para celebrar esta unión, guardar la basurilla debajo de una alfombra y desatar una intriga “gangsterosa” y novelesca al más puro juego de torpes espías en apuros, donde dos hombres son simples marionetas incapaces de ver por dónde vienen los hilos que les acabarán manejando.
Todo esto se asocia a la pulcritud alemana, dejando de lado la II Guerra Mundial tan retratada por su cine y apostando por nuevas implicaciones para la historia que no suelen ser un tema de interés para cierto cine europeo. La BND, el cuerpo de inteligencia alemán, se alimenta de su rictus y se muestra ajena al sentimiento de culpa convirtiendo en puras anécdotas las implicaciones americanas en la Guerra de Irak, pero también fortaleciendo una imagen de “nunca estuvimos allí, nunca existió un informante” que regalaba todas las papeletas de culpa a los Estados Unidos. En un comienzo, todo parece un proceso protocolario de confirmaciones de posibles especuladores, pasando por la celebración de los éxitos a bajo nivel y repercutiendo en una fase final de pura comedia (in)voluntaria, genera esa imaginería que hace de Guerra de mentiras un acercamiento a la Verdad a través de las medias tintas divertido, extraño y a la vez, —y utilizaré de nuevo la palabra estrella de este asunto— certero, pese a sus miles de licencias poético-cinematográficas.
Ayuda que informante iraquí y experto en armas bioquímicas alemán mantengan esa química de pareja imposible, donde cada uno aporta su granito de arena para que la bola (con efecto) se volviese tan grande como para desatar un desastre de tales magnitudes, y parece hasta lógico que el director se desviase hacia el disparate y la extravagancia para perfilar su creciente descontrol. Guerra de mentiras coge una gran Verdad y la manipula en base a múltiples y piadosas “verdades” mezclando rigor, acontecimientos ya parte de la historia (nunca fue tan deprimente ver el «inspirado en hechos reales» o cortes televisivos con importantes figuras de la política) y actos bufonescos buscando ese contrapunto entre el pasado documentalista de Naber y la ficción pura. El resultado es una película interesante y revulsiva, que tal vez tarda un poco en arrancar, pero que optimiza la ironía con gracia.