Hay imágenes que definen una sociedad, o al menos su ideal. Postales que se enmarcan como propaganda de sueños de posible realización, paraísos prometidos, idilios perfectos. Mundos que, en su momento, incluso han podido llegar a ser una realidad (parcial) pero que en su génesis ya esconden las monstruosidades emergentes a las que darán paso. Bienvenidos pues al “suburbia” (no confundir con el concepto suburbio entendido a la europea) americano, patria de la clase media americana con su coche, su familia, su casa, sus relaciones sociales y dentaduras perfectas. Bienvenidos al sueño americano y, también, a su deforme transformación en pesadilla.
Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe, firman una ópera prima que se sumerge directamente en las entrañas de este mundo pastel de corrección y felicidad total a través de la conversión de la realidad en un absurdo de dimensiones absolutas. Cada escena, cada diálogo, parece ser sacado del manual de estilo del perfecto americano pero a través del tamiz de la iluminación radiantemente pastelosa y del gesto forzado, casi robótico, nos adentramos en un mundo de oscuridades, de patetismo sin límites. Situaciones incómodas que nos hacen reír en una sucesión de acuarelas cotidianas que aparentemente no llevan a nada pero que son indicadoras precisamente de ese vacío existencial rellenado a base de nimiedades y convenciones.
Un planteamiento que funciona como un tiro en su arranque pero que encuentra escollos en su propia concepción no argumental. Sí, Greener Grass sufre de un importante bajón en su tramo central en cuanto el factor sorpresa cesa su efecto y tenemos la sensación de estar ante una broma alargada que intenta seguir adelante en un tour de force de provocación más grande. No obstante, las directoras consiguen remontar el vuelo de la cinta a medida que la broma toma tintes cada vez más inquietantes y se adentra en un territorio en el que el absurdo cambia por lo terrorífico.
Así pues, como si estuviéramos ante una mezcla de Todd Solondz y John Carpenter, Greener Grass toma unos vericuetos donde, una vez la exposición de la realidad ya está completada, pasa a hablar de la difuminación de la identidad, de la pérdida de lo material como elemento definitorio de quién es uno. No es que se pierda la tonalidad, pero sí existe la pericia suficiente para convertirla en un arma que, solo mediante el acompañamiento musical y un abandono (no total) progresivo de la parodia, convierte el entorno en una pesadilla de la que hay que huir a toda costa. Lo más interesante del proceso es la realización de que contra más cercanos estamos a una realidad más reconocible, más densa se torna la pesadilla, o lo que es lo mismo, la constatación de que no hay escapatoria posible una vez has entrado en esa burbuja.
Sí, el mundo de Greener Grass no parece tener ninguna conexión con un entorno exterior, como el Hobb’s End de Carpenter, donde los humanos no necesitan mutar en monstruosidades, ya son el propio monstruo que lo ha devorado todo. Sí, quizás lo más terrorífico de Greener Grass es constatar que, a pesar de su casi distópica en la recreación de una burbuja social, no está tan lejos de una realidad palpable, viviente, anexa a nuestro mundo. Como aquel que dice, a la vuelta de la esquina.