En apariencia Grass podría ser considerada como un producto menor, un anexo complementario a Hotel by the River con la que comparte actores, dispositivo fotográfico y algunas obsesiones temáticas. Sin embargo, más que apéndice, Grass bascula al respecto de la auto reflexión. No se trata tanto de mostrar una historia sino de reflexionar a través de la mirada de los otros, o mejor, de los extraños.
Desengaños, dolor, amor y perspectiva son los ejes en los que Grass hace especial hincapié. Pequeños fragmentos de vidas ajenas que se nos ponen a disposición a través de las palabras de otros y la mirada de terceros. Un juego de emociones tan laberínticas como esas callejuelas interminables a las que Hong vuelve en busca de una confusión deliberada que, a la postre, deberá concluir en un punto de encuentro tanto geográfico como emocional.
Grass es en este sentido una especie de mapa, de GPS de los dramas de la vida cotidiana en el que sus protagonistas navegan perdidos sin acabar de entender las instrucciones y el código. Así, el prejuicio y el malentendido se mezclan con la crudeza y la virulencia en las respuestas a ellas. Porque si el dolor resulta intolerable aún lo es más el sentimiento de culpa, la envidia o la proyección de responsabilidades, reduciendo a los interlocutores a sombras de humanidad que acusan y no comprender.
Sin embargo, a pesar de esta exposición de incomprensión, de diálogo a menudo para sordos, Hong traza una línea evolutiva que se aleja de la desesperanza y le sitúa como pocas veces anteriormente, en una posición en que el humanismo supera la misantropía. Ya no estamos pues en el universo de las conversaciones alcohólicas más nihilistas que lúdicas, sino más bien en la consecución de un ritual que reivindica la reunión de seres humanos. Una celebración de la compañía y, sobre todo, de la comunicación.
Paradójicamente (una vez más) lo que pudiera ser una de las obras más negras del director coreano acaba siendo una reivindicación del ser humano y de su posibilidad de redención. Un film adornado de una música clásica que va marcando el tono evolutivo del mismo y que nos transporta desde la exasperación hasta un clímax mayestático de (casi) nirvana espiritual.
Hong Sang-soo vuelve a realizar algo que, a estas alturas, no debería sorprendernos y aun así lo hace: reinventarse desde los parámetros de una arquitectura funcional y conocida. Quizás sea este caso uno de los más palpables al respecto dado que se salta su propia tradición de ciclos formales y temáticos para dar paso a algo nuevo película a película. Porque lo importante, o al menos así lo transmite, no es la percepción externa que tengamos a priori sino que hay que tomarse su cine como invitación a la escucha y al diálogo con ella. En este sentido su plano final resulta revelador al respecto primando el después de la comunión a través del diálogo, resaltando el silencio como forma de interiorización de lo hablado, lo escuchado y lo visto.