La trayectoria cinematográfica de Jean-Paul Rappeneau se atiene casi de forma paradigmática al perfil del artesano de la industria, esto es, se trata de un director con conocimientos técnicos y artísticos de su oficio, pero cuyas obras carecen de una intencionalidad ulterior más allá que la de entretener al espectador. Siendo Rappeneau, sin embargo, hombre culto y de buen gusto, por “entretener al espectador” no entiende ofrecerle unas dos horas de estulticia suprema, cargadas de diálogos inverosímiles, personajes esquemáticos, tópicos sensibleros o violencia gratuita. Por el contrario, el director galo pretende ser un storyteller, es decir, contar con amenidad historias sólidas y adictivas, que mantengan en vilo a la audiencia, buscando su complicidad e implicación, provocándole risas y lágrimas. No en vano, muchas de sus películas parten de un material literario previo, además de contar con guiones de cosecha propia; una tarea, por cierto, que también ha desempeñado para otros colegas de profesión.
El último filme de Rappeneau, de próximo estreno en nuestras salas, no es, por tanto, ninguna sorpresa, ya que compendia los defectos, pero también las virtudes, de su forma de concebir el cine. Porque, si bien Grandes familias cuenta con buenas interpretaciones —a destacar la del siempre enorme Mathieu Amalric—, un ameno y vigoroso ritmo narrativo y una gran elegancia expositiva y visual, desaprovecha, empero, todas las posibilidades temáticas de su trama, que va perdiendo fuelle conforme avanza el metraje para cerrarse con un final propio de una cinta hollywoodiense para adolescentes.
En este sentido, Grandes familias gravita en torno a dos temas principales: uno que atañe al espacio privado, íntimo —la reflexión de lo que constituye el concepto de familia—, y el otro relativo al ámbito público, colectivo —la crítica social al capitalismo globalizado y al neoliberalismo—; sin embargo, dichos temas son apenas esbozados, pues pronto la intriga degenera en una comedia de enredo poco divertida y muy predecible, lo que frustra las expectativas creadas por Rappeneau al principio de la pieza.
Y es que la visita de Jérôme Varenne (Amalric), hijo “pródigo” de una familia de la alta burguesía, “exiliado” en China desde hace más de 15 años, hace salir a la luz una serie de secretos, malentendidos, rencores, mentiras y deseos que son muy bien explicitados por el realizador francés, cuando el montaje abrupto, los movimientos de cámara y la acumulación de planos casi idénticos, relativos a diversos medios de transporte (aviones, coches, trenes…), le confieren un dinamismo al discurso que casa de forma impecable, tanto con su tono de comedia negra como con la urgencia del protagonista, acuciado por la cita de negocios que le espera en Londres.
Lástima que, en cuanto Jérôme conoce a Louise Deffe (Marine Vacth), y se produce el punto de inflexión entre la necesidad de marcharse de su país natal y el deseo de quedarse, Grandes familias se convierte en una comedia romántica ligeramente disparatada, al estilo de dicho género en la producción hongkonesa, lo que sin duda justifica su (infumable) final.
Lo cierto es que, viendo esta película de Rappeneau, uno no puede dejar de pensar en la trayectoria última de Alain Resnais, a lo que ayuda la presencia de André Dussollier. Porque el maestro de Vannes optó por abandonar el cine experimental que lo había consagrado en los años 60 para, en apariencia, dedicarse a hacer comedias insustanciales inspiradas en el vodevil más clásico. Y recalco lo de “en apariencia” dado que, bajo ese envoltorio añejo y esas tramas mayoritariamente adscritas a la descripción de los líos amorosos de sus personajes, Resnais seguía llevando a cabo una rigurosa indagación sobre el séptimo arte, con deslumbrantes juegos metalingüísticos que hacían trascender las sencillas anécdotas hacia terrenos de especulación fílmica, social y hasta existencial.
Por desgracia, Jean-Paul Rappeneau no es, nunca lo ha sido, Alain Resnais. Así que todo cuanto hay en Grandes familias que trata de ir más allá de la mera exposición de una trama de alta comedia francesa (léase el nombre imaginario del pueblo donde transcurre buena parte de la acción o las “visiones” de Jérôme sobre su difunto padre), tiene un tono tan impostado que chirría dentro del conjunto y mina su simpatía y amenidad; y ni siquiera logra transmitir eficientemente la melancolía por las oportunidades perdidas que, en cambio, tan bien expresan las actuaciones de Amalric o Karin Viard (Forence Deffe). Sin duda, no puede negarse que Rappeneau es un gran director de actores, lo que explica los brillantes repartos con los que suelen contar sus filmes; quedémonos, pues, con eso, y olvidemos cualquier atisbo de intencionalidad autorial o, siquiera, de divertimento libre y anárquico en la cinta.