Es un secreto a voces que una buena ambientación puede convertirse en el principal atractivo de una película de época, como también lo es que un reparto de alto nivel puede llegar a salvar la totalidad de una obra insalvable. Estos dos aspectos son precisamente los motivos por los cuales la primera media hora del nuevo trabajo de Mike Newell parece apuntar más alto de lo que el film termina siendo. Una cuidada dirección de arte acompañada por la bien empleada fotografía de John Mathieson crea el escenario adecuado para que tenga lugar un elegante despliegue de personajes, que avanza a paso firme y sin tropiezos logrando una envolvente introducción que probablemente sea lo mejor de la película. En esta introducción destacan especialmente los casos de Ralph Fiennes y Jason Flemyng, cuyas magníficas interpretaciones elevan los ya clásicos personajes Magwitch y Joe Gargery a la categoría de personalidades tan bien perfiladas que uno termina olvidando su verdadera condición de marionetas de un relato.
Estos aspectos, además, están reforzados por un bien empleado montaje (que básicamente no quiere perder el tiempo) y por el acertado distanciamiento del director, gracias al cuál podemos contemplar los hechos sin juicios preestablecidos (al menos aparentemente). De todo ello resulta una presentación de espacio, argumento y personajes que sin ser sensacional despierta nuestro interés y nos invita con amabilidad (aunque también sin ofrecer nada nuevo) a contemplar el desarrollo de la trama. Sin embargo, en el momento en que Helena Bonham Carter entra en escena ya intuimos que algo empieza a fallar, pues de repente parece que nos hayan cambiado la adaptación de Charles Dickens por algún título standard de Tim Burton. El problema no es tanto la repetición de un mismo personaje en distintas películas (hecho intimidad de veces) como la traba que supone para el relato la aparición de uno cuyo carácter estereotípico choca fuertemente con el realismo que hasta entonces veíamos. Aún así, los defectos de Grandes esperanzas todavía serían mínimos si se solo se redujeran a este hecho. Ojalá.
Como sabrán los conocedores del clásico, poco después de la ya mencionada introducción tiene lugar en el relato una elipsis temporal, que obliga a la película a cambiar de actor principal. Y es entonces cuando se da la aparición de un personaje que, a mi parecer, supone la perdición de Grandes esperanzas. De repente nos encontramos ante un actor cuya interpretación parece tener como objetivo representar el papel de un mal actor; es decir, se trata de un personaje cuyo carácter no pretende aparentar realismo, sino imitar a los personajes más tópicos de la historia del cine. Y sí, voy a decirlo: el protagonista del último trabajo del director de Donnie Brasco responde perfectamente al tipo de personaje tópico y reduccionista que tan de moda se puso en los años noventa gracias a la aparición de títulos como Bailando con lobos, Leyendas de pasión, Cadena perpetua o Braveheart (títulos secundados en los inicios del 2000 por otros como Gladiator, El último samurái o la saga Matrix). De hecho, la simplicidad del protagonista llega a tan alto nivel que resulta casi imposible discernir si el problema se encuentra en la falta de talento por parte del actor o en la falta de personalidad del personaje que interpreta.
Evidentemente, resulta difícil empatizar con un personaje que de tan poco creíble termina por caer mal —sin ser esta la intención del guionista—, pero es que además su aparición contagia a todo el film de una desagradable moralina que si bien ya podíamos intuir en la obra original, en aquel caso se desplegaba con elegancia y contención y siempre en beneficio de una tesis tan poética como creíble; un aspecto que en este caso parece haber sido sustituido por algo parecido a un heroísmo infantil y prefabricado (pensemos, por ejemplo, en la escena en que Pip descubre la verdad sobre su misterioso proveedor, tan bellamente descrita en Cadenas Rotas de David Lean y tan convencional en esta Grandes esperanzas de Mike Newell). Teniendo en cuenta que hablamos de una historia de alto potencial que ya había sido explotada con resultados infinitamente mejores, uno se pregunta si realmente había necesidad de concentrar esfuerzos en actualizar un relato tan atemporal como fuera su primera adaptación cinematográfica.