Grand Tour (Miguel Gomes)

La obra de Miguel Gomes, desde su debut fílmico con el cortometraje Entretanto (1999) hasta su último y ambicioso proyecto Grand Tour (2024), supone un ‹corpus› inmejorable para realizar una síntesis del estado de forma del cine portugués contemporáneo, al tiempo que hace patente sus principales características (lean a Horacio Muñoz e Iván Villarmea para profundizar en ellas): el juego entre géneros, el espacio liminal entre el documental y la ficción, el proceso de revisión histórica o la estética de la distancia, singularidades presentes todas ellas en el último e hipnótico trabajo de Gomes.

No es ningún secreto para quien se haya acercado al cine del portugués que su uso de estructuras fragmentadas y su inquietud para dinamitar las dimensiones clásicas del espacio-tiempo le sirven de pretexto para representar un imaginario único y originalísimo de la sociedad portuguesa, ya sea a través de la tradición popular (Aquel querido mes de agosto), de su pasado colonial (Tabu) o de un presente empobrecido y desencantado donde, sin embargo, siempre hay espacio para el realismo mágico y para la esperanza (trilogía Las mil y una noches sobre la Europa deprimida).

Sorprendentemente, en Grand Tour coexiste el Miguel Gomes del resto de su filmografía, desde el más irónico hasta el más sesudo, desde el más inocente hasta el más experimental. El pretendido hilo conductor del film no puede ser más mínimo: un conjunto de fugas y acercamientos en 1918 en el continente asiático entre Edward, funcionario del imperio británico, y su prometida desde hace 7 años Molly, que nos hará viajar por los hipnóticos y enigmáticos paisajes de Birmania, China, Japón, Filipinas o Vietnam. Como avanzamos, la sutil “línea argumental” del film es solo un pretexto para filmar un complejo entramado etnográfico que invoca con igual entusiasmo al Marker de Sin sol (Sans soleil) como al Murnau de Tabu (y ya más teóricamente a las reflexiones sobre la representación sesgada y reduccionista de Orientalismo de Edward Said). Quizá lo más bello de la naturaleza brumosa y docuficcional de Grand Tour es que permite confirmar también aquella fantástica descripción de Serge Daney sobre los cineastas portugueses: «artesanos maniáticos e hipercultivados, que se dan el lujo de hacer el cine más lento del mundo sin dejar nunca de revivir el pasado extraño y glorioso de Portugal con la intensidad de arqueólogos enamorados».

Ese es Gomes, un arqueólogo enamorado del tiempo y los espacios, que se imbrican aquí sin relación de continuidad, creando un magma de localizaciones y épocas que no por deslavazado deja de tener coherencia con el aparato formal de la película. Así las cosas, tenemos a un hombre que traspasa fronteras escapando de una mujer (¿no les recuerda en estructura, tono y punto de partida a la novela Un viaje a la India de otro portugués agitador apellidado Tavares?), pero también mucho más: babuinos relajándose en aguas termales, pandas observando desde lo más alto de los árboles, anacronismos físicos y sonoros, motoristas a cámara lenta, jugadores de ‹mahjong›, cantantes empedernidos… y marionetas, figura reiterativa en el film y símbolo seminal y elemental del arte de contar historias. No es casual que veamos a los titiriteros manipular las marionetas, pues Gomes, siempre interesado en la dimensión metatextual del cine, se reserva un gesto similar para dar por terminada la función y para recordarnos que, por muy confuso, desafiante o triste que sea el mundo de Grand Tour, no es más que una ficción.

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