Semih Kaplanoglu, más conocido por ser el autor de la trilogía Huevo, Leche y Miel —con esta última se llevaría incluso el Oso de Oro de la Berlinale—, sugiere con Grain una continuación en cierto modo espiritual con lo que sería su cine anterior; y es que si en su nuevo trabajo el cineasta turco nos sumerge en un futuro de tintes claramente distópicos —una de las primeras secuencias con que abre, en mitad del desierto, y su posterior resolución, da fe de ello— donde la tecnología ha adquirido una nueva dimensión en la búsqueda, ya no únicamente de respuestas, sino de un orden impuesto, ello contrasta de forma evidente con la mirada que realizara hace poco más de una década a una Turquía de costumbres ancestrales y un manifiesto raigambre a la cuna que supone la propia tierra, así como los orígenes. No obstante, ese salto realizado por Kaplanoglu en torno a un terreno meridianamente distinto a lo expuesto en su trilogía, sostiene tanto una interesante evolución discursiva, como una adaptación al medio de aquellas constantes a través de las que reflejaba tanto referentes como la asunción en ellos de un cine liberado de todo artificio, apartado tanto de patrañas argumentales como formales.
Grain no se aleja tanto de una realidad presente como parece, y lejos de ese futuro retratado tanto por la fase tecnológica en la que nos emplaza como por una suerte de prisión más cercada al mentado futuro distópico, Kaplanoglu pronto nos emplaza en el centro de una gran urbe donde las manifestaciones y cargas policiales se suceden, como si fuese una extensión de los días que vivimos. Por encima de ese plano, emerge la figura de Erol y un consejo en busca de soluciones para intentar aplacar lo que parece ser un mañana de tintes desesperanzadores. Es así como se inicia un viaje que, más allá de sus propios fines, derivará en la búsqueda de una espiritualidad reflejada en Cemil, una figura en la que descubrir respuestas que no obstante rechazará la compañía de Erol, entablándose de ese modo un encuentro entre el conocimiento y la racionalización, y un misticismo que halla en la interiorización la vía de escape idónea para afrontar un conflicto que, más allá de los espacios poblados, parece antojarse imperceptible para el espectador.
A través de ese recorrido, Kaplanoglu arma un ejercicio que evidencia una transición para con sus anteriores films y, lejos de esculpir el tiempo del modo tan personal que lograba el turco retratar aquella Turquía repleta de tradición, establece sendas mucho más directas en torno al universo Tarkovskiano. Ya no es, solamente, la ciencia ficción un espacio para dirimir en torno a una perspectiva que se asimila a partir de lo incorpóreo, también encuentra en el imaginario del ruso ciertas válvulas de escape en lo formal, como buscando reproducir códigos que apuntan a un lugar concreto, pero quedan en otro indeterminado. El gran problema de Grain es, pues, el hecho de no descubrir mediante esa crónica expuesta mucho más que una apatía, una carencia de intensidad —algo de lo que también pecaban, en menor medida, algunos de sus trabajos anteriores— que no lleva ese debate entablado mucho más lejos de la monotonía o, peor aún, de la mera anécdota. El nuevo film del autor de Miel, la flamante ganadora del Oso de Oro en 2010, tiene claros en ese sentido sus objetivos, y construye una obra donde la forma de encontrar la naturaleza —como en el plano de apertura exterior, en esa suerte de prisión— e incluso de entablar un diálogo aportan matices de lo más interesantes, pero termina preso de una desorientación que, a lo sumo, solventa una conclusión más acertada que algunos de sus inanes pasajes.
Larga vida a la nueva carne.