François Ozon es uno de esos directores interesantes que, lejos de la mediocridad que abunda pero también de ser uno de esos tótem del panorama cinematográfico contemporáneo que la gente deseante de belleza y de perfección se empeña en imaginar, inventar y proyectar sobre el mundo para sentirse aliviada, suele sorprendernos con cada nueva obra, si bien no por una renovación memorable o por situarse en la vanguardia estilística de nuestros días, al menos sí por la elección de historias de muy diversa índole o, siendo más claro, escogiendo y representando cada año temas de su padre y de su madre. Así, podemos entender como puntos aislados sin línea evolutiva y mediados por la brecha los saltos radicales, y ahí nace el marketing del propio autor que propicia un determinado interés adicional al obligarnos a la pregunta “¿Qué demonios nos traerá este año?”, los saltos que se dan de la paranoia infantilizada del típico escritor freak que el director de París desarrolla en En la casa (2012) a la exploración sexual consecuente del aburrimiento burgués que anhela el sufrimiento para poder sentir la vibración del cambio de Joven y bonita (2013), o incluso el paso que se da del propio clasicismo de la magnífica Frantz (2016) al disipado pero estilizado thriller psicológico que supone El amante doble (2017).
Ahora bien, toda imprevisibilidad tiene su límite, y François Ozon desbarra y patina en esta nueva película, y no precisamente por dar una vuelta de tuerca a este proceso y mecanismo del que se viene hablando, sino más bien por cortar en seco y de raíz dicho dinamismo, propiciando lo que vendría siendo un degradante gatillazo a medio coito. En otras palabras, y quizá causa de ello sea el agotamiento de ideas de un impulso demasiado humano que al final nada tenía que ver con el genio, puede decirse que el director de Una nueva amiga (2014) ha llegado a ese punto vital en el que un cineasta se sacrifica, espera la inspiración, o da el paso del “hacer cine por hacer cine”. Y Ozon se ha quedado con la tercera de las opciones.
Camuflado de responsabilidad moral, François Ozon recurre a un acontecimiento real que apunta a un caso concreto de pederastia en la Iglesia francesa, siendo más claros, aquel que tiene que ver con las acusaciones que en 2016 recayeron sobre Bernard Preynat, sacerdote de la Diócesis de Lyon, para recrear la lucha que llevan a cabo tres víctimas de los abusos sexuales ejercidos por esta figura eclesiástica décadas atrás. Si bien uno de los rasgos más notables de Gracias a Dios, derivado de la comparación con otras películas que sobre esta problemática se vienen dando en los últimos años como El club (Pablo Larraín, Chile, 2015), reside en que el peso de la narración recae sobre las víctimas y no los verdugos, y quizá salvada por un montaje que mantiene un grado de elegancia, lo cierto es que la última película del galo carece de todo tipo de talento, gracia o elemento reseñable. Telefilme barato (acaso la representación viciada por el estereotipo de lo enigmático y perverso que cubre la figura del pedófilo), Gracias a Dios es una obra que se torna apología de lo convencional y lo sencillo y en la que incluso aquellos planos que buscan lo sublime, como aquel que abre la película con la fuerza del color que bendice la ciudad, terminan por pertenecer al terreno de la llaneza.
Pero quizá sea esta ausencia de virtudes la que hace que el espectador centre la atención meramente en el relato y reflexione mientras el metraje pasa sobre ese problema de abusos que sigue enquistado en el ámbito de la Iglesia, como en tantos otros, y ante el cuál los miembros de la misma, como se deja bien claro en diferentes momentos de la obra, reconocen sus pecados abiertamente pero sin consecuencia penal alguna.
Poco de divino tiene este Gracias a Dios de Ozon.