En los recientes trabajos previos de Maddi Barber —592 metroz goiti (2018) y Urpean lurra (2019)— ya se podía encontrar una mirada minuciosa hacia la conexión de los seres humanos con el entorno natural a partir de una exhaustiva descripción de cómo la transformación del paisaje influye en el modo de vida y el ecosistema de los habitantes en la zona del Valle de Arce. De ahí además surgía de manera tangencial el vínculo ambivalente entre la naturaleza y nosotros, entre la necesidad de explotar sus recursos y su conservación. Pero también de su efecto en el legado cultural que se construye sobre esas relaciones sociales, económicas y de ineludibles repercusiones políticas que se forman con el paso del tiempo. En Gorria la directora cambia el soporte digital por el fotoquímico, utilizando por primera vez formato de 16 mm para el rodaje del día a día de pastores de ovejas en una comunidad rural del Pirineo navarro en la que estuvo conviviendo tres meses. Y así sucede una inmersión total por parte de su mirada en las costumbres tradicionales de quienes hoy en día siguen tratando con los animales de forma cercana mientras continúan siendo su fuente primordial de supervivencia.
Esta ambigüedad es la clave tanto del contenido de las imágenes que captura la cineasta como de la propia relación que construye desde su punto de vista hacia ellas, formando parte y a la vez considerándose una observadora externa a través de la cámara. Lo primero que vemos es el sacrificio de una oveja que está destinada a ser consumida. Una muerte que transcurre con un sentido de calma tensa, envuelta en un silencio extrañamente conmovedor y espeluznante. Los gestos de las manos de la persona encargada de este ritual son precisos y firmes. La violencia que acaba con la vida del animal desaparece en breves instantes y da paso a un cuidadoso proceso de manipulación de sus órganos, de su carne y de su sangre. Esta contradicción se extiende al resto de la obra, que registra la especial dinámica creada desde la experiencia y el legado de la tradición entre las personas de este territorio y los animales de los que dependen. El procedimiento de ordeño, la esquila o fabricación de queso, la matanza y el símbolo recurrente de la pintura de color rojo utilizada para marcar las ovejas —que da título a la película en euskera— se representan a través de gestos que se asumen como repetidos a perpetuidad durante generaciones.
La progresión cronológica también influye poderosamente en la percepción dada del desarrollo de sus costumbres al espectador. Con la violencia y la muerte presentes desde el primer momento de forma explícita, y luego soterrada implícitamente, Maddi Barber establece una realidad documental que se percibe atemporal apoyada sobre su elección del 16 mm y su característica textura. Con la mediatización del celuloide, lo conciso de sus tomas y la reflexión respecto a lo que puede o debe rodarse, su influencia es radical en la composición de sus planos y la economía del montaje final. Un difícil equilibrio entre manufactura y folclore se manifiesta para explicar la particularidad de las actividades de los protagonistas de sus imágenes: la mayor parte centradas precisamente en esas manos instrumentalizadas para transformar animales en productos, pero también para cuidarlos y establecer una correspondencia intrínsecamente paradójica de afinidad y explotación. Todo esto enlazado con una cultura que desde el mundo actual y urbano parece lejana y superada. Sin embargo es la razón de ser, todavía hoy en su trabajo y vida, de estas personas en su existencia cotidiana. Una cultura que establece unas reglas muy diferentes en su perspectiva y tratamiento tanto de la naturaleza como de los animales, que Gorria nos muestra como ecos de un pasado olvidado que llegan a nuestros días casi en forma de fenómeno mítico, no desprovisto de cierto significado mágico y resonancias profundamente espirituales.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.