Si existe un director, en este anquilosado y superficial cine contemporáneo, capaz de no dejar a nadie indiferente ese es Tsai Ming-liang. No son pocos los cineastas y autores que han preconizado la muerte del cine. El deceso del séptimo arte ligado a esa línea contestataria y arriesgada para la propia estabilidad emocional de quienes osan adentrarse en los complejos recovecos de la filosofía cinematográfica. Y en cierto modo, un servidor no puede estar más de acuerdo con esas afirmaciones que denotan el desamparo de un arte incapaz de encontrar su sitio en este mundo caracterizado por las prisas, el éxito y la ambición sin límites, aspectos todos ellos que chocan contra esa concepción reposada, reflexiva y ajena a la maximización de beneficios que califica al cine de autor.
Sin embargo aún podemos encontrar pequeños focos que se oponen a aceptar esta derrota. Y sin duda Tsai Ming-liang se eleva como uno de los principales baluartes de este grupo de resistencia. Sí. El universo propuesto por el cineasta taiwanés precisa una total adscripción a su particular forma de concebir el cine. Ello provoca que el creador de El sabor de la sandía ostente una peculiar congregación de fanáticos seguidores, pero igualmente una no menos llamativa comitiva de radicales detractores. Su cine apuesta por el vacío, la derrota de un ser humano que no casa con el asfixiante ambiente en el que le ha tocado sobrevivir y fundamentalmente por el silencio. Un silencio que se aborda desde dos enfoques.
Por un lado, desde el punto de vista estético las películas de Ming-liang se construyen a través de profundos y espectaculares planos fijos que permiten vislumbrar los espacios y geometrías donde tendrán lugar las perversas ensoñaciones surgidas de la mente del autor de ¿Qué hora es? . Unos planos estáticos en los que la cámara siempre se sitúa en el lugar correcto, dibujando como una especie de retratista del siglo de oro de la pintura flamenca encuadres y situaciones de la vida cotidiana como una especie de aspiradora de la depresión y soledad existente en los espacios cerrados carentes de diálogos y comunicación —en la línea del admirado y homenajeado por Tsai Ming-liang en numerosas ocasciones Michelangelo Antonioni— presentados por el autor oriental.
Por otro, desde el punto de vista dialéctico la obra del realizador de Stray dogs encarna esa visión pesimista ligada a la reflexión y a la sensibilidad. Los personajes que pueblan su universo son presentados como una especie de fantasmas que deambulan sin pena ni gloria por este destartalado planeta. Unos entes incapaces de comunicarse desde el alma, absorbidos por una enfermiza obsesión con el sexo y la masturbación. Y es que en un mundo sin sentimientos ni bondad, el placer propiciado por el sexo y la perdición asociada al mismo se elevan como las únicas vías de escape de unos paisajes dantescos y plenos de insatisfacción incompatibles con esa vida en paz y armonía. El héroe Ming-liangiano, tal como su creador, se halla perdido en esta azarosa y perversa sociedad moderna donde las prisas y la total falta de reposo han acarreado la confusión y el desconcierto, impidiendo al ser humano en centrarse en lo que realmente es importante. Y es que los protagonistas de las heterodoxas y sórdidas tramas tejidas por el taiwanés lucen el dolor, el sufrimiento interior y el hastío inherente al hombre contemporáneo. Así, el desencanto, las mentiras y la manipulación capitalista se asientan en las miradas y los gestos de unos personajes alienados, carentes de todo símbolo de cariño y afecto humano, que se asfixian en un entorno urbano opresor e infernal que aspira una espléndida y transgresora metáfora sobre las complejidades y vicios que asolan esta sociedad del consumo y las relaciones cibernéticas.
En este sentido, Good Bye, Dragon Inn se alza como una de las películas más personales, complejas y maduras de un Tsai Ming-liang que partiendo de un simple bosquejo de situaciones en un principio inconexas y surrealistas, logró moldear uno de los más bellos y espectrales retratos acerca de la muerte y la decadencia del cine. Pero la película da un paso más allá de la simple exposición de este óbito anunciado. Y es que Good Bye, Dragon Inn arroja igualmente una profunda y lacerante llamada de atención acerca de la soledad, el desarraigo y el alarmante aislamiento melancólico al que es empujado un ser humano tan inexpresivo como anhelante de roce con sus semejantes.
La película arranca mostrando uno de los planos iniciales del clásico del cine de artes marciales taiwanés Dragon Inn, una de esas cintas de culto que forjaron la popularidad y el prestigio del cine oriental más allá de sus fronteras. Un clásico que posibilitó convertir al séptimo arte en ese algo más que lograba hipnotizar y cautivar a esos pretéritos espectadores que contribuyeron a que el cine pudiera viajar en paralelo con las nuevas formas de ocio y cambios sociales que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX. De repente un telón se abre, mostrando el auditorio abarrotado de una sala donde se proyecta esta joya que da título a la cinta. Con un corte casi imperceptible, el tiempo se sitúa en un abrir y cerrar de ojos en los créditos que dan término a Dragon Inn. La audiencia observa impasible y silenciosa el final de una película… el final del cine.
Con un radical cambio de escenario, acto seguido Tsai Ming-liang situará su cámara en la entrada del viejo teatro Fu-Ho en un plano lluvioso, desolador y silencioso que evoca ese mirada Antonioniana del vacío que persigue nuestra existencia. Las colas de espectadores esperando comprar esa entrada al lugar donde los sueños son posibles brillan por su ausencia. La decadencia y la derrota asoman en cada esquina de este bello, silencioso y prolongado plano fijo. Un silencio solo interrumpido por el ruido de las gotas de lluvia golpeando el suelo. Pero de repente el ‹statu quo› y armonía del entorno serán corrompidos por la aparición de una sombra. Se trata de un friki quien sin palabras ni justificaciones previas se atreverá a adentrarse en el universo de evasión que decora el interior de la sala de cine donde tendrá lugar la última representación del clásico Dragon Inn. Uno de esos últimos nostálgicos que habitan la ciudad que acudirán cual fantasmas en el paraíso a ese último y desierto refugio que adoptará el contorno de una vacía sala de cine.
A partir de esta propuesta de arranque Tsai Ming-liang desplegará a continuación todo su arsenal narrativo montando su particular cambalache a través de interminables y portentosos planos fijos que retratarán el vacío de los pasillos de la sala de cine, pero igualmente el desamparo que persigue a los pocos personajes que acudirán a la desolada sala de butacas vacías donde se está proyectando el clásico de artes marciales. Sin diálogos, dejando que únicamente se escuche de fondo las conversaciones que vertebran el guión de Dragon Inn, la mirada de Ming-liang se centrará en unos pocos personajes. Por un lado el de la proyeccionista de la sala que arrastra su soledad acompañada de una cojera que trata de ocultar escondida en la habitación de proyección, evitando así las miradas curiosas de los espectadores. Por otro, el friki que se nos presentó en el arranque como una sombra espectral, quien a pesar que en un principio parece interesado en el discurrir de la película que se está proyectando, no tardará en despistar su atención hacia las perversiones y la sordidez buscada por los escasos espectadores que han acudido a su cita con el cine.
Unos escasos espectadores que exhibirán su lascivia, su enfermiza soledad y sus perversas intenciones que para nada tendrán que ver con la observación de una película en una sala oscura. Al contrario, la oscuridad de la sala de cine mostrará el lado oculto de una audiencia aturdida por el sexo, el onanismo y la búsqueda de encuentros de fácil resolución entre el sórdido olor a naftalina que emana de las butacas o el olor a desinfectante de unos viciosos cuartos de baño a los que se acude en busca de otras necesidades diferentes a las puramente fisiológicas.
Y de entre toda la galería de excéntricos personajes que aparecerán en escena (centrada en el interior de la sala de cine donde tiene lugar la trama ideada por Ming-liang) únicamente un par de ancianos parecen los únicos interesados en la película exhibida en el cine. Quizás por nostalgia de los buenos viejos tiempos. Quizás porque la película tiene un significado que va más allá de la simple recreación de escenas de acción y lucha. Quizás porque Dragon Inn representó una forma de concebir la vida y el arte que ya no es posible en la sociedad de la incomunicación.
Enumerar cada una de las escenas que componen el argumento de Good Bye, Dragon Inn se me antoja una tarea insípida e inservible. Porque lo que realmente marca la diferencia en el film es la total falta de linealidad y heterodoxia de la propuesta ideada por Ming-liang. Y es que la cinta exige espectadores comprometidos con la causa. Puesto que la ausencia de diálogos, el tejido de un argumento que brilla por su ausencia en virtud del empalme de interminables planos fijos donde tendrán lugar escenas surrealistas no exentas de un refrescante y muy ácido humor negro necesario para descargar el ambiente y finalmente esa apuesta por la alegoría y la metáfora frente a la habitual síntesis basada en la representación de escenas sucesivas donde todo encaja a la perfección convierten a la moción cincelada por el maestro taiwanés en un bosquejo complejo y sofocante no apto para todos los públicos.
La película ostenta algunas escenas ciertamente rocosas y muy ásperas, filmadas a fuego muy lento y que no parecen demostrar nada perceptible a simple vista por el espectador. Unos inquietantes planos fijos, vacíos de contenido y de acción donde la observación y la paciencia se antojan indispensables para poder disfrutar del contenido oculto desplegado y que desarman cualquier símbolo de raciocinio. Con una singular belleza que mezcla lo perverso con lo bello, Ming-liang golpea el corazón y la sensibilidad del espectador con unos planos repletos de dolor e hirientes hasta decir basta. Lo onírico conquista el ambiente. Los espacios vacíos y aterradores muestran el vacío que nos persigue. Una soledad de la que no podemos huir aunque queramos disfrazarla con la presencia en nuestro entorno de almas desconocidas que acabarán traicionándonos con sus oscuros y egoístas propósitos. Solo el pecado y la inmoralidad pueden triunfar en una sociedad amoral e interesada. El cine, como instrumento canalizador de sueños y alucinaciones está condenado a desaparecer pues entre las brumas de una colectividad que ha renunciado a sus sueños para derretirse en sus pesadillas más grotescas.
Y con el final de Dragon Inn asistiremos al final del cine. Un portentoso e inolvidable plano dará fe de ello. Las luces se encienden. La sala se vacía. Las butacas ausentes de calor denotan la decadencia y la derrota del arte. Un terrorífico plano fijo del patio de butacas desierto invade la pantalla. El silencio es desolador. El vacío solo será desafiado por el angosto caminar de la proyeccionista ascendiendo las escaleras de la sala de proyección. El ambiente es deprimente. La muerte campa a sus anchas. Y Ming-liang es conocedor de ello, y por ello no dudará en mantener su inquietante plano fijo a lo largo de varios minutos. En silencio, sin ruidos, sin ninguna perturbación que contamine la atmósfera luctuosa. Y de repente todo vuelve a su lugar. Los personajes abandonan el teatro como fantasmas aburridos de su silenciosa presencia en una casa encantada. La lluvia continúa acechando en el exterior. Las calles vacías de una noche de tormenta desean esa paz y armonía inherente a la ausencia de contacto. Los trabajadores del establecimiento retornan derrotados a sus moradas, conocedores que han asistido a la muerte de un arte que jamás volverá a ser lo que una vez logró alcanzar. No hay diálogos porque no son necesarios.
Sobran las palabras para expresar los amargos sentimientos y el pesimista poso emocional que deja la inquieta observación de una película del calado intelectual de Good Bye, Dragon Inn. Sin duda, una obra maestra imperecedera e inolvidable que supone toda una experiencia sensorial para cualquier amante del cine. Con un tono irreverente y en cierto sentido cruel, nos hallamos ante una de esas películas que marcan la historia en el incierto devenir del cine. Y es que gusta más o menos, estoy seguro que nuestros nietos cuando echen la vista atrás para investigar quienes fueron los autores que marcaron el ritmo y la vanguardia de nuestra época tendrán a Tsai Ming-liang como un referente indispensable —como nosotros podamos tener en la actualidad a Antonioni, Bergman, Godard, Fellini o Resnais— para entender la evolución de un cine que en Good Bye, Dragon Inn fue condenado a la pena de muerte.
Todo modo de amor al cine.