Si existe algo infalible para hacerse notar es el oportunismo. El jovencísimo director Viljar Bøe ha sabido adaptar una alocada idea a referentes ya harto conocidos para realizar su primera película, una Good Boy que ya ha conocido el ‹hype› y clamor instantáneo desde la aparición de sus primeras imágenes y que, aunque no perdure su huella (perruna) mucho más allá de este hecho, al menos sí consigue un agraciado resultado.
El mismo director lo confirma, pero es fácil detectar que utiliza (o fusila, qué más dará) la imagen del rico predilecto de las señoras: Christian Gray, el de las novelas pseudoeróticas, se mimetiza con el también jovencísimo Christian noruego, protagonista de esta película, para enarbolar una historia de amor y dominación en una especie de universo paralelo que viene dado por un pequeño e irracional detalle que transforma la novela original en la que se inspira en algo más grotesco si cabe: no hay perro más fiel que el hombre-perro.
Lo cierto es que ver a alguien haciendo de perro alrededor de un muchacho guapo, elegante y multimillonario es una cómica rebelión sobre lo correcto que funciona durante largo rato, el espectador (sorprendentemente) no se cansa de la tontuna de encontrarse en pantalla una persona disfrazada imitando a un can y, aunque este hecho sea lo primordial del film, se compromete mínimamente a ir un poco más allá. La enjundia viene con la llegada de una de esas chicas de ensueño para quien ya lo tiene todo, siempre focalizando la imagen de Gray y su capricho amoroso: joven, resuelta, divertida y torpe, ajena a su mundo. Una vez conocemos a él, a ella y a Frank, todo está dispuesto para aventurarnos en las aberraciones internacionales.
Good Boy juega con sorna ante los elementos dispuestos, haciendo que el triángulo afectivo sobrepase el límite de la novedad y experimente con cada uno de los roles elegidos. Claro que, llegados a este punto, poco más queda que abrazar el convencionalismo y dejar que las excentricidades se conviertan en algo terrorífico con un aire algo telefilmesco, sí, pero con más agallas que sus pilares de referencia. El director parece llegar a un punto en el que abarca más de lo que puede desarrollar, intentando introducir toques de comedia negra, pasando por el terror o thriller para abrazar incluso un componente más psicológico; puertas que abre y que podría explotar, pero que son meros apuntes a pie de página, anécdotas que podrían conseguir un resultado más compacto, al menos formalmente.
No podemos obviar que intenta ser una broma infinita, por lo que no hay más intención que impactar y regodearse con el perro dominado y la necesidad de averiguar qué esconde esa extraña relación. Una vez despejadas las dudas, se acaba el afán de sobreexplotación de ideas y volvemos a las convenciones del género, no sin antes estirar el chicle para intentar fundir las mentes de los protagonistas.
Para entonces nos queda una película de gracia efervescente, una de esas simpáticas incursiones en el ‹fandom› que extrapola lo reconocible para reformularlo desde su propio punto de vista, hecha claramente entre amigos, que ha conseguido la virtud de la viralidad y que sabe mantener su gran baza en alto durante todo el metraje sin asfixiar el concepto. Porque es así, hay veces que ves en pantalla a alguien vestido de perro y aceptas todo lo que le rodea sin poner muchas pegas. Las tonterías pueden funcionar hasta cuando el carisma de sus protagonistas brilla por su ausencia, pues el golpe de efecto ya ha hecho todo el trabajo sucio.