La imagen primigenia
El año en el que Pacifiction, la nueva película de Albert Serra, tras ser proyectada en la sección oficial del Festival de Cannes, parece haber sido encumbrada como una de las grandes propuestas cinematográficas de la temporada, también pudo verse por diversos festivales —entre ellos, el certamen francés— el tercer largometraje de Hylnur Pálmason, Godland. El filme, pese a contar con un empaque estético completamente distinto al de la cinta de Serra, comparte con ella algunas de las tendencias que han marcado el cine de autor más destacado de los últimos años. La divagación física y espiritual de sujetos atormentados, meditabundos, perdidos en páramos desconocidos que resultan fascinantes por su indeterminación física y el poso temporal ejercido sobre sus escasos elementos materiales, caracterizan películas como Man with no Name (Wang Bing, 2010), Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010), Jauja (Lisando Alonso, 2014) o buena parte del cine de Albert Serra, entre muchos otros ejemplos. Representaciones de la imagen-tiempo postulada por Gilles Deleuze con la que Pálmason dialoga e incluso parece vincularse, especialmente en los compases finales de la película.
La historia parte de las ocho fotografías conservadas de una expedición a Islandia realizada a finales de siglo XIX y aborda los conflictos morales y existenciales que sufre un joven cura danés (Elliott Crosset Hove) durante su travesía por las zonas más remotas del territorio, donde debe construir una iglesia. Sin embargo, el cura, llamado Lucas, también quiere fotografiar los paisajes y sus habitantes, motivación de la cual Pálmason extrae una interesante reflexión sobre la ontología de la imagen cinematográfica y su relación con lo real. En su formalidad estática, Godland halla una expresión a partir de la cual enlazar sus imágenes al carácter primigenio de las fotografías a las que emula, de las que parte para articular un discurso acerca de la inevitabilidad del tiempo sobre nuestra existencia. Si las fotografías tomadas por el cura, aún preservadas, pueden interpretarse como parálisis del tiempo en encuadres concretos, Pálmason parece apuntar hacia la imposibilidad de encapsular ese tiempo, siendo el cine un arte que, puede intentar capturar el paso del tiempo, pero, como Lucas, terminará fracasando en su tarea, pues será la huella del mismo tiempo el que termine enterrándolo.
Así, solo resta entregarse a la abstracción de los espacios retratados, aquellos paisajes vaciados que reaparecen una y otra vez, tanto en Godland como en algunas de las películas citadas más arriba y que el crítico de cine Lucas Santos compara a los paisajes de Michelangelo Antonioni. La densidad emocional nace, pues, de una austeridad admirable, donde el dominio de la contención en la puesta en escena de Pálmason permite una liberación paulatina de las imágenes que huye del estatismo inicial y diluye su materialidad, como si su esencia se resbalara frente a la cámara y, durante la prolongación del propio plano, terminara desvaneciéndose. Un acercamiento a lo real que, como la figura de Dios en la película, pesa moralmente por su ausencia, por su inaccesibilidad, dejando ideas visuales portentosas. En este sentido, la secuencia en la que el protagonista visita una enorme cascada supone un logro absoluto que nos traslada a las pinturas más difusas e hipnóticas de Turner o, curiosamente, a la pieza del pintor catalán Baldomer Galofre, Paisaje con cascada. Un momento igual de intrigante que la intercalación repetida y, aparentemente, aleatoria, de planos con objetos enmarcados en una frontalidad ya muy presente en el debut del cineasta islandés, Winter Brothers (2017), recurso que, inevitablemente, cabe preguntarse si puede tener alguna relación con los célebres ‹pillow shots› de Yasujirō Ozu.
Como muchos de los títulos con los que mantiene paralelismos, Godland peca, en general, de una duración excesiva, no tan relacionada con la exploración de una experiencia temporal, sino con reiteraciones narrativas innecesarias. Una problemática que no embrutece el extraordinario despliegue escénico llevado a cabo por Hlynur Pálmason en un filme notable que, por momentos, es verdaderamente extraordinario.