No deja de ser paradójico que Goat, dirigida por Andrew Neel, adopte maneras tan delicadas ante un tema tan complejo como el de las iniciaciones de fraternidad. Aunque en el fondo, si acercamos un poco más la lupa todo deviene más comprensible y a la vez mucho más complejo. Por un lado tenemos a su director, Neel, versado fundamentalmente en el documental, lo que ayuda a esa aproximación cercana y a la vez un tanto distante: es decir con ánimo de crear más un documento, una objetivación que no un ficcional puro y duro. A ello se le une el guion de David Gordon Green, siempre cercano a lo que acaece en los pequeños rescoldos de la América interior de apariencia perfecta.
Por otro lado indicábamos el tema de los ritos de iniciación. Si bien el film se centra mucho en ello no deja de ser una parábola sobre conceptos relacionados con el mundo de la masculinidad tales como la solidaridad, fraternización, unión, violencia y silencios cómplices. Ideas-fuerza puestas sobre la palestra para desvelar no la negatividad de todas ellas, sino el uso torticero y erróneo que se hace de las mismas.
Todo ello focalizado en la trayectoria de dos hermanos, uno de apariencia más sensible y el otro más inmerso en ese mundo de la fraternidad universitaria. La historia pues nos habla de una suerte de educación, pero lejos de ser unidireccional va transmutando en algo más interactivo, de lección compartida, de aprendizaje mutuo. Cierto es el seguimiento más intensivo se centra más en Brad, eslabón débil que, después de sufrir una agresión, se siente atraído (aunque no convencido) por lo que el mundo de la Fraternidad le ofrece.
Brad pues se convierte de alguna manera en la cabra, ese elemento que funciona como símbolo de sumisión en pos de dejar de ser (irónicamente) el chivo expiatorio de su propia vida. Brad inicia con ello un viaje hacia el infierno, hacia un descenso a la locura de la auto anulación personal con tal de ser aceptado por una comunidad que le acepte como un hermano más y que, supliera de alguna manera la sensación de falta de cariño (y respeto) que siente por su hermano de verdad, Brett.
Este proceso, que en Brett repercutirá de forma inversa, funciona mediante un acercamiento descarnado alrededor de las burlas y las humillaciones y de cómo se forja ese sentimiento de unidad pervirtiéndolo en una suerte de síndrome de Estocolmo y de humillación autoimpuesta. Andrew Neel no escatima en la descripción de los actos, aunque tampoco busca un ‹exploit› pornográfico de los mismos. Más bien se centra en que la fisicidad y las expresiones faciales delaten más allá de las palabras a sus protagonistas.
Goat podría funcionar perfectamente cómo un reverso tenebroso a ese mundo de camaradería idílica que Linklater presentaba en Everybody wants some! No es que Neel juegue a desmentir a Linklater, pero sí muestra que más allá de unos recuerdos positivos está la empatía por aquellos que quizás no lo pasaron (y no lo pasan) tan bien en su búsqueda de una identidad propia. Y es que Goat en el fondo versa sobre el proceso de asumir el paso a la edad adulta, a confrontar los miedos propios y a marcar un certero punto intermedio entre la individualidad ególatra y la pertenencia sumisa a una comunidad de machirulos descerebrados.