En la última película de Robert Guédiguian volvemos a ver las calamidades que sufre la clase media-baja en Francia. Haciendo gala de su sentimentalismo, que, lejos de estar fundado en motivos dramáticos, se basa en la premisa particular de que su visión es “la” visión. Anulando cualquier margen de error a su propuesta y construyendo un ejercicio que pierde el interés rápidamente.
Mathilda acaba de dar a luz a su primogénita, Gloria, al mismo tiempo que su padre biológico —ella fue criada por el segundo marido de su madre— sale de la cárcel y vuelve a la ciudad para ver a la pequeña. La vida de la familia es simple, todos los miembros tienen trabajos sencillos, pero dificultades para llegar a final de mes. Exceptuando a la hermanastra de Mathilda, Aurore, y su marido, Bruno, quienes regentan una tienda de compra-venta y van a abrir una sucursal próximamente. Al margen de ellos, los demás personajes van a ir sufriendo una serie de eventualidades —a cuál más desdichada— que pondrán a prueba su capacidad para permanecer unidos.
Guédiguian no es un tipo que tenga autocontrol a la hora de relatar los males de la sociedad actual. Su exageración y opulencia en Gloria Mundi, siguen siendo los problemas que más destacan, al igual que en otras de sus películas. El hecho de no dejarse ni una situación en el tintero —paro, infidelidad, racismo, asalto, robo, pobreza, prostitución, reinserción…— hace que la propuesta —que es una película y no un informe social, recordemos— se convierta en un ejercicio casi insultante y manipulador, además de inverosímil.
El devenir de los acontecimientos supone a cada rato un vaivén desesperado culminante en una situación violenta —verbal o física— para después volver al origen y comenzar de nuevo. Nada puede crear un diálogo serio, porque la caricatura se impone desde el minuto uno de la película, y así se pierde el sentido de lo que se quiere contar. Quizá lo único salvable sean las actuaciones de Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, que consiguen traer un poco de realismo a esta cinta de realismo social —valga la redundancia—, una vertiente artística ya superada hace tiempo, pero que parece perdurar en el imaginario cinematográfico como los sonidos estridentes en el cine de terror.
Aún con todo, voy a romper una lanza a favor de Guédiguian, por mostrarnos —intencionadamente, espero— una realidad algo más cruda que la situación laboral de los familiares. Me refiero a la escena donde Mathilde y su marido discuten sobre su miseria, alegando ella que no puede comprarse ropa nueva o que tienen un televisor del tamaño de un sello… Esta pincelada supone un interesante punto de discusión en torno al problema de la “pobreza” actual, donde la gente no tiene para comer, pero disfruta de los altos contenidos putrefactos de la televisión además de llevar bragas de marca. Es, quizá, hora de recordar esas palabras del ex-presidente de Uruguay, Pepe Mujica, en el documental Human (Yann Arthus-Bertrand, 2015): «Hay que aprender a vivir con poco, a ir ligero de equipaje. Y esto, no es apología de la pobreza, es apología de la sobriedad.»