En Girasoles silvestres, el manierismo de Rosales encuentra una fluida conciliación entre lo imperceptible y lo llamativo. Es, en mi opinión, la película más transparente de su director. De hecho, este trabajo me parece una pequeña progresión de su título anterior, Petra, cuyo estilo, aunque vistoso, ya gozaba de una uniformidad mucho más compacta que los anteriores. Recuperamos aquellos planos generales en constante (pero sutil) movimiento, solo que ahora reforzados por muchos más: desde los primeros planos frontales hasta algunas secuencias prácticamente estáticas. Es una planificación al servicio de la historia, dispuesta a intervenir en los momentos de exceso pero también a hacerse a un lado en las escenas más tranquilas. Afortunadamente, este refinamiento no es exclusivo del apartado formal.
El director valenciano ha mostrado interés por las conductas sociales desde sus primeros títulos. Sin embargo, no ha sido hasta los tres últimos que se ha centrado en el devenir (y el futuro) de la juventud española. El caso es que, incluso en este nuevo período, Rosales no ha podido evitar cierta atracción hacia temas, por así decirlo, algo morbosos (la pornografía juvenil en Hermosa juventud, el incesto y el suicidio en Petra). También en este aspecto, Girasoles silvestres destila cierta madurez: la película no necesita ningún tipo de reclamo narrativo (llamativo) para sorprender y conmover. Es, sencillamente, una historia creíble y sorprendente, modesta y compleja. Y lo mejor es que transmite la deliciosa sensación de estar viendo solo un poquito de lo que pasa, la parte de un todo cuya vida va más allá de lo atestiguado.
Esta sensación facilita que ciertos cambios significativos puedan darse, de forma natural, por medio del simple corte. En otras palabras, el hecho de intuir acontecimientos que no presenciamos allana el camino para el uso de las elipsis. Sin embargo, existe otro elemento que ayuda a ello: la acertada elección de lo que se muestra. Todo cuanto vemos contiene alguna información valiosa, detalles que contribuyen a trazar el camino de la historia. Rosales consigue mostrar lo esencial de cada novedad, situación y confrontación, de modo que el espectador llegue a dar por normales rápidas evoluciones que fácilmente podrían catalogarse de drásticas. Lejos de ello, las elipsis dotan a la película de una agradecida seriedad, y aún tratándose de pinceladas, casi todas las secuencias dejan su propia huella.
Algo a lo que también contribuye la acertada combinación entre sutileza y obviedad que busca el guión. Por ejemplo, basta una simple conversación entre Óscar y su compañero de piso para explicar que el primero es tan orgulloso como irresponsable y el segundo tan inconsciente como falto de tacto. Al mismo tiempo, a Rosales no le tiembla el pulso a la hora de llevar hasta las últimas consecuencia (y de forma muy explícita) la conducta misógina que Óscar tiene con su pareja, esta que él mismo trata de disfrazar de pasión, amor y compromiso desde el primer encuentro. Otro ejemplo lo encontramos en el propio comportamiento de los personajes: la actitud serena y contenida de Júlia (y la de casi todos los personajes) contrasta fuertemente con el carácter histriónico de Óscar.
Una apuesta arriesgada si tenemos en cuenta que la película pretende, entre otras cosas, evocar transparencia y realismo. En este sentido, la dirección de actores de Rosales guarda cierto parentesco con determinado sector de la joven y celebrada hornada de directoras españolas que hoy recorre nuestras salas: las (casi) debutantes Pilar Palomero y Alauda Ruiz de Azúa, las catalanas Elena Trapé, Neus Ballús, Belén Funés, Clara Roquet y, por supuesto, Carla Simón. Directoras que (en compañía de algún director, como Oliver Laxe, el trio Arregi-Raraño-Goenaga o Carlos Marqués-Marcet) han bañado el terreno alternativo de un carácter que roza el hiper-realismo, sobre todo a través de diálogos que buscan rabiosamente irradiar credibilidad.
Esto se ha traducido, por una parte, en una purga de las reconocibles declamaciones, dejes y sobre-actuaciones que tanto tiempo han caracterizado buena parte de nuestro cine. Por otra, las directoras han imprimido, en las expresiones de sus diálogos, puntuales tonillos y sonsonetes abiertamente prestados de la vida real. Tan intenso ha sido este proceso que en algunos casos incluso ha llegado a rozar lo exagerado: si despojamos el cine de cualquier rastro de testigos, corremos el riesgo de eliminar la sinergia y, con ella, el referente de lo que funciona (recordemos, al mismo tiempo, que existen ciertas actitudes que, aunque reales, no transmiten realismo cuando pasan por el filtro de la cámara). De ahí el gran logro que representa el mentado equilibrio de caracteres que contiene Girasoles silvestres.
Y es que, sin duda alguna, la actitud de Óscar podría resultar exagerada, especialmente cuando forma parte de un trabajo, como dijimos, realista. Sin embargo, el equilibrio que destilan todos los apartados y departamentos de la película nos ayuda a recordar que este tipo de personas también forman parte de la vida rea. Por otra parte, el contraste que se da entre la extravagancia de Óscar y la actitud liviana de los otros protagonistas masculinos sirve para plasmar los distintos tipos de masculinidad a las que se Júlia se enfrenta; como también lo hacen los distintos ejemplos de serenidad que nos dan Marcos y Àlex (los tres, eso sí, hermanados por una premisa compartida: un egocentrismo cuya corrección pasa por una obligada reeducación —como nos demostrará el tercero de los casos—).
Gracias a todo ello, la presencia de Rosales es perceptible pero nunca invasiva; en todo caso, reforzada por un acertado formato panorámico y una modesta (pero nunca descuidada) dirección de fotografía que, como una pequeña guinda del pastel, saca un hermoso jugo el igualmente acertado formato de 35 mm.