La ruptura con los valores y las tendencias predominantes del presente ha sido una constante durante gran parte de la Historia. El genial Ken Goffman argumenta en su ensayo La contracultura a través de los tiempos que se puede decir que la contracultura recorre desde la figura bíblica de Abraham hasta el surgimiento del Acid House, pasando por las prácticas de los monjes taoístas, el movimiento ilustrado del siglo XVII o el propio Romanticismo del XIX. Ese ir a la contra, por lo tanto, no se ceñiría a un período y a un lugar concretos (Estados Unidos 1950-1960), sino que abarcaría todos los tiempos y se expandiría por todo el globo terráqueo. Es decir, la contracultura entendida como un sentimiento universal y connatural al ser humano (aunque aflore siempre en minorías) de rechazo a lo establecido, de negación de lo convencional. Si bien no es fundamental para que la sociedad avance, la contracultura sí se torna necesaria al menos para conocer nuevas formas de creación y de pensamiento.
Quitando abstracción a todo esto y atendiendo ahora a los fenómenos concretos que se corresponden con la materialización de este sentimiento de negación, puede decirse que cuando hoy se emplea el término contracultura, la primera reacción que seguramente tenga el interlocutor será la de asociar el término con los movimientos de descontento surgidos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Le vendrán a la cabeza acontecimientos como la lectura pública en 1955, que inicia todo esto, del poema Aullido por parte de Ginsberg («Remangaros las faldas, señoras mías, vamos a atravesar el infierno» 1, dice William Carlos Williams al final del prólogo del poema, presagiando el lugar común en el que habitarían aquellos ángeles caídos que negarían los dictados de Dios durante los próximos treinta años), personajes como Dean Moriarty (en la realidad Neal Cassady) de En el camino de Kerouac como representante del descontento de los 50, o recordaría también la estética ácida de los hippies de los años 60, y en concreto de los Alegres Bromistas que tan magistralmente recogería Tom Wolfe en su libro mítico Ponche de ácido lisérgico. Ahora bien, ante el uso del término contracultura, el oyente pensaría a su vez en un tercer grado de contracultura, mucho más violento y provocador que los dos anteriores, y que es el que nos interesa ahora: el punk de los años 70. El inicio de este fenómeno del que todavía se aprecian sus resquicios hoy en día se lo debemos a Iggy Pop y a su banda The Stooges. El disco homónimo que sacó a la luz en 1969 gracias a Elektra Records este grupo supuso toda una revolución musical, pero son sus directos (que tienen sus inicios en 1967) los que sitúan a The Stooges y, concretamente a su líder Iggy Pop, como uno de los primeros grupos que dinamitó las convenciones musicales y los buenos modales de la rancia moral americana. Si los Rolling Stones ya habían dejado arrinconados y asustados contra la pared a los pobres sujetos conservadores y creyentes en los principios inquebrantables de la nación de naciones, The Stogges terminó por sodomizarlos en sus propias casas. Los vómitos del vocalista y su manera antierótica de restregarse alimentos por el cuerpo en sus directos polarizaron aún más la ya dividida sociedad norteamericana. Los estetas fieles a lo bello se horrorizaron ante tal puesta en escena, criticándola despiadadamente; mientras, los creyentes en las nuevas formas artísticas se identificaron con este tercer grado de negación y aceptaron la provocación que proponían The Stogges.
Después de haber realizado un documental sobre Neil Young, Year of the Horse (EEUU, 1997), Jim Jarmusch, contracultural a su manera y caminante de los márgenes, vuelve a recurrir al género documental y a mostrar su pasión por la música en Gimme Danger (título recogido de una canción del mismo grupo presente en Raw Power, su tercer disco), película que revela el recorrido de The Stogges desde su creación en 1967 hasta su reunión en 2003, tras décadas habiendo estado separados. Sin mermar la originalidad y el humor que le caracteriza, Jarmusch trata de desentrañar la génesis de la banda y hacer evidentes sus acuerdos y desacuerdos a lo largo de su trayectoria. Para ello recurre a una exposición de James Osterberg (Iggy Pop) como hilo conductor de la narración de los hechos, así como a documentos de la época y a secuencias de animación cuando la anécdota o las palabras del vocalista lo requieren. Pero el director de Ohio no se queda en el estricto relato cronológico del grupo, sino que trata de hacer hincapié en el gesto violento de Iggy Pop como una respuesta tanto al establishment de su época como al utopismo hippie que le precedió, llegando a decir al respecto el propio cantante que él mató a los años 60. Es decir, Jarmusch fija la atención en el temperamento que lleva a James Osterberg a ir más allá que los contraculturales que le preceden. En otras palabras, el director de Dead Man se centra en rebuscar en la memoria del líder de The Stogges toda expresión de provocación y desorden que suponga una vuelta de tuerca sobre los excesos de las dos décadas anteriores. En este sentido, las imágenes de los movimientos desquiciados y enérgicos de Iggy, así como sus saltos hacia la masa indefinida de espectadores (se dice que él fue el primero en realizar este símbolo habitual en los conciertos de rock a partir de entonces) son recurrentes a lo largo de la película. Pero también lo es el empleo de la droga que, si bien es un elemento prácticamente inseparable del término contracultura, los miembros de The Stooges llevaron su consumo a otras dimensiones. La droga ya no es usada como método psiconáutico unido al proceso creativo como sí lo fue entre los miembros de la Generación Beat o en la psicodelia hippie (aunque también se les fuera de las manos), sino que fue empleada como una vía fácil de lograr la autodestrucción. El uso de la droga por The Stooges, que puede resumirse en una especie de suma en la que agrupaban todas las drogas del pasado reciente, desde las anfetaminas y el alcohol de los hipsters hasta la marihuana y los tripis de los hippies, añadiéndoles la heroína, para metérselas todas. Esto llevó a que Dave Alexander fuera expulsado del grupo, así como a la ruptura con Elektra Records y a la propia disolución del grupo.
Todas estas piezas, organizadas por la mente extraordinaria de Jim Jarmusch, dan lugar a un documental que destaca por su carácter dinámico y por la fuerza de imagen y sonido, sin dejar por ello de lado la exhaustiva documentación que profundiza en todos y cada uno de los pasos que dio The Stooges, así como las causas que llevaron al origen de la banda y los efectos que esta tuvo sobre la sociedad y la cultura de su tiempo. Gimme Danger, que ha pasado por Cannes en la última edición, es lanzado por Jarmusch en una época que necesita dejar de convertir en mainstream todo lo que toca y que alguna vez fue diferente para comenzar a ser consciente de que el I like y los videos de gatos no son la totalidad de lo que existe, y que recuerde que sin cierto rechazo de determinados elementos las múltiples posibilidades del arte se verían sacrificadas. Esperemos que esta película no lleve al espectador a tomar como ejemplo la vida de Iggy Pop, pero sí a percatarse del carácter dialéctico mediante el cual se desenvuelve la cultura.
1 Ginsberg .A.: Aullido y otros poemas, Madrid, Visor Poesía, 1993, p.9.