Tres años separan las protestas de la plaza Taksim de Estambul en 2013 con el intento de golpe de estado de 2016. En medio, el mismo presidente, Erdoğan, con cada vez más poder, cada vez más escorado a la derecha y menos garante de las libertades. Sus victorias electorales y las respuestas de un lado y otro marcan lo que es una sociedad dividida, entre jóvenes y mayores, entre la gran ciudad cosmopolita y abierta al mundo y las zonas rurales, entre los ciudadanos de pleno derecho y colectivos marginados, como las comunidades LGTBI o los migrantes sirios o afganos.
En ese contexto es donde la realizadora turca Azra Deniz Okyay sitúa su Ghosts, presentada en la Semana de la Crítica del pasado Festival de Venecia. Okyay, debutante en cine pero con amplia experiencia en fotografía, publicidad y arte contemporáneo, plantea una fábula esculpida en el cemento armado de un barrio de la periferia de Estambul. En él, se mezclan varios personajes, que se mueven como fantasmas por las calles estrechas y degradadas. Dilem (Dilayda Güneş) es una joven sin empleo fijo que sueña con dedicarse a la danza. Iffet (Nalan Kuruçim), es una mujer de mediana edad que busca dinero desesperadamente para ayudar a su hijo preso. Mientras que Raşit (Emrah Özdemir) es un constructor que intenta sacar provecho de la reconstrucción de los barrios mientras saca tajada de alquilar habitaciones a inmigrantes sirios.
El estilo de la directora se aleja de la pausada densidad poética de otros realizadores turcos como Nuri Bilge Ceylan. Si bien hay una querencia por el realismo urbano, este es más cercano a Mustang que al de los hermanos Dardenne. La directora hace gala de un estilo visual más que potente, mientras exige al espectador su atención al componer un montaje fragmentado que viene y va, en un estilo más moderno que contemporáneo. Para ser enteramente disfrutable, Ghosts pide al espectador que mantenga los ojos abiertos y que conozca un poco el contexto político-social en el que se sitúa, lo cual puede atraer o rechazar a partes iguales. Sin embargo, una vez entramos en la película, es fácil dejarse atrapar por las contradicciones de Dilem, el drama cotidiano de Iffet o la inhumanidad de Raşit. Son personajes un tanto arquetípicos, cada uno representante de un sector social diferente.
Quizás en el debe de Okyay está el hecho de haber querido abarcar mucho. Hay subtramas y personajes que, si bien nos aportan contexto, llegan a desviar la atención y generar una sensación de que nos están intentando contar Estambul en tan solo 90 minutos.
En el aire de Ghosts se huele un creciente malestar, gente que no se siente a gusto, ya sea por no poder vivir en libertad —en el film está muy presente la homofobia, el machismo y el odio contra el migrante— o por considerar que los valores tradicionales se están perdiendo. De fondo, un estado policial hipervigilante y un sistema basado en la corrupción y el capitalismo de amiguetes. El film logra representar esa fragmentación y conflicto a través de su propio estilo, haciendo conducir la trama hacia un clímax final donde todas las historias acaban confluyendo de una manera tan sorprendente como inevitable.