¿Puede el arte ser una herramienta de sanación? Como en tantas preguntas de este tipo no hay una respuesta segura. El arte no funciona como un axioma científico. Dos y dos no siempre son cuatro y, en este sentido, sí que hay una paralelismo evidente con la experiencia vital. Los dramas, los traumas, el amor, los pequeños momentos de felicidad son representables y a su vez no dejan de ser meras secuencias, actos en una gran obra llamada vida. Es por ello que tiene todo el sentido una película como Ghostlight, no solo por el retrato de un proceso de sanación vía obra de teatro sino por su concepción metafórica donde la propia existencia no deja de ser un baile de máscaras.
Fundamentalmente nos hallamos ante una exposición cálida, aunque no exenta de la crudeza requerida, de la descomposición tras la pérdida. Una exposición que se desgrana lentamente a través de detalles, manteniendo incógnitas sobre cuál puede ser la causa. Es en Romeo y Julieta, la obra representada dentro del film, que encontraremos las respuestas, las explicaciones y finalmente la catarsis final.
De hecho, al igual que se construye la representación teatral, con sus ensayos y errores, asistimos a un proceso. A desgranar paso a paso, con sus altos y bajos, cómo se pasa del duelo, del desconsuelo, a una aceptación no tanto resignada como punto finalista. El recuerdo no se desvanece, pero se integra. Y todo ello con un pulso sostenido que no deja nunca el dolor fuera de campo. De lo que se trata es de vivirlo y sentirlo, lo que no implica que también haya un grado de compasión y empatía que consigue evitar la tentación de caer en los aspectos más pornográficos del dolor.
Hay que destacar del mismo modo el cariño que se muestra por todos los integrantes del elenco. Algo que podría haberse obviado en favor de poner el foco en lo que es meramente el núcleo fundamental familiar. Sin embargo, hay una preocupación por dar entidad a cada uno de los personajes. Quizás no tanto ahondando en sus personalidades pero si dándoles oportunidades para brillar y, de alguna manera, ser parte importante, pieza clave del engranaje de recomposición emocional de los protagonistas.
Todo ello a través de una narrativa sencilla, sin alardes, sin necesidad de ‹flashbacks› sobreexplicativos ni aparatos formales complejos. De hecho, la propia representación teatral se integra orgánicamente en el relato de forma que no crea puntos y a parte, sino más bien puntos y comas que enriquecen el constructo sin artificios que desvíen el foco de lo importante.
En definitiva, el film de Alex Thompson y Kelly O’Sullivan resulta una pequeña pieza de emoción cálida, amable y divertida hasta cierto punto cuyo mérito radica en saber combinar, justamente, estos elementos positivos con la oscuridad pertinente ante hechos traumáticos. Una redención por la vía teatral que resulta no solo conmovedora sino profundamente realista al no clausurar por la vía fácil del “final feliz” y deja abierta la puerta a mostrar que lo acontecido no es solo el final sino el punto de partida de un proceso largo de sanación.
