La desnudez de unas calles cuya ciudad constituye el anexo a un particular microcosmos, la metamorfosis de la protagonista en detective impostada gabardina en mano y pelo teñido mediante, el magnetismo de un color indivisible de esos glamurosos suburbios a la par que de etapas pretéritas, y unas notas de jazz asomando en ese contexto armado por Aaron Katz y fagocitado por sus referentes. Gemini mira de frente el thriller policíaco de los 80, y edifica a su alrededor un neo-noir cuyas constantes alimentan su universo en tanto que se establece una búsqueda que encuentra en las calles y la inevitable seducción de Los Ángeles cuestiones que van más allá de la mera trama policial. Resulta, en ese aspecto, el hecho de que el núcleo de la investigación termine deviniendo ‹Macguffin› —algo que no es nuevo en el cine del de Portland, y que ya establecía en su anterior film en solitario, Cold Weather—, aclaratorio en la consecución de una farsa que Katz desentraña desde sus primeros compases.
Tanto la forma de aludir al género —la vaguedad con que la protagonista descubre pistas o indicios, sus encuentros casuales con el detective interpretado por John Cho, la manera de apuntar de modo tan manifiesto hacia un falso culpable…— como la (re)construcción de un mundo, el de la fama, que extiende su influjo indisimuladamente sobre los individuos que lo transitan —la voracidad de determinados personajes, ese paparazzi que sigue a Heather en busca de declaraciones con las que llenar páginas, los temores de Heather respecto al rol que ocupa, el modo en como puede ser observada su relación sentimental…—, sirven a Aaron Katz para despejar dudas: tras Gemini existe algo más que la aproximación estilística y formulaica a un género a evocar. La búsqueda de un patrón ante el que detectar a un sospechoso y los (des)encuentros de la protagonista, no son más que un pretexto, una excusa argumental para abordar un ambiente que, por más que parezca cambiante —y precisamente en ese cambio encontramos algunas de sus claves—, esconde todo aquello que puede llevar al individuo ya no al silencio, sino al más absoluto temor; y ya no tanto por resultar una figura pública —que también— como por el hecho de ocultar ciertas conductas como modo de preservar algo más que la intimidad, del mismo modo la libertad escindida en un proceso cuya maquinaria resulta tan innegable como inevitable.
En medio de ese proceso, donde Jill se verá obligada a diseccionar una incómoda realidad, no resulta casual que halle en su mimetización la forma de poder escapar precisamente de ese torbellino de suspicacias, y de hallar una senda que le permita explorar independientemente —aunque con cautela— las causas y consecuencias de una extraña muerte. Lola Kirke compone en Jill uno de esos personajes que por sí solos hacen pivotar la obra: frágil, un tanto insegura, pero resuelta —al fin y al cabo, su rol como asistente le lleva a ello—, la crónica entablada por Katz se aboca —más allá de las coincidencias y las sospechas infundadas— a la naturaleza de un protagónico que se desliza al núcleo del asunto con la misma incertidumbre y gracia que al fin y al cabo dispone el ejercicio en sí. Gemini encuentra de este modo una singular dualidad en Jill, y se desplaza hacia territorios y cuestiones que la propia protagonista propone de forma involuntaria, pero que componen inevitablemente el sino de una película que reproduce las constantes del género más como un jugueteo consensuado, que como la enésima revisitación de un territorio plasmado con afección, pero desdibujado por el acto de un contexto que Katz vierte con acierto en el movimiento o diálogo de cada personaje, por mínimo que sea.
Larga vida a la nueva carne.