Un escenario teñido de blanco reflejando lo que podría ser una cercana escena familiar… si no fuese por la distancia, claro; y una voz en off marchita, que alude a la memoria, a un pasado complejo marcado por la vivencia de una guerra ante la que no había otra opción que buscar cobijo por la ascendencia propia. Una secuencia, y dos detalles que dan forma a Papirosen, segundo largometraje en la dirección de Gastón Solnicki tras debutar en 2008 con Süden: en primer lugar, por esa distancia aparecida, no tanto como motor de una forma de mirar fría o incluso lejana, sino más bien como mecanismo a través del cual encontrar un punto de inflexión en el que la cámara deviene un instrumento translúcido en la mayoría de ocasiones —no faltan en alguna la conciencia, como ese «Si yo lo hubiera sabido no te compraba la cámara» que le espeta su madre a Solnicki—, una herramienta mediante la cual acercarnos tanto a pasado como a futuro de un asunto tan intrincado como puede llegar a ser el núcleo familiar; y, en segundo lugar, por la forma de sugerir una procedencia que, por más lugares que se recorran, advierte en todo momento unas notorias raíces sujetas en ese empleo del recuerdo que el cineasta argentino evoca en imágenes que destilan nostalgia, que apuntan a tiempos distintos, a momentos en cierto modo más apacibles.
Papirosen nos abre así la puerta del retrato familiar desde un género, el documental, que ha aportado no pocas perspectivas en torno al mismo —a través de títulos tan dispares como El desencanto de Jaime Chavarri, la peculiar introspección de Jonathan Caouette y sus Tarnation y Walk Away Renee, la Stories We Tell de Sarah Polley e incluso la visión de Andrew Jarecki en Capturing the Friedmans—. Y lo hace con decisión, con una mirada que si bien posee pasajes donde se capta cierta melancolía —ese reflejo de etapas anteriores—, no busca ni mucho menos una percepción plácida, ofreciendo, de hecho, una estampa mucho más sincera, donde las discusiones y reproches están a la orden del día, pero mediante los que sobre todo se observa una evolución, una visión confrontada de lo más particular que encuentra en esa extraña concomitancia con el pasado —ya no reflejado sólo en las imágenes de ese pasado, también en sencillas anécdotas que surgen casi sin quererlo— una huella imborrable en la que continuar el camino presente. La búsqueda de una identidad, queda refrendada de este modo tanto por sus pasajes de voz en off, por la singular transición que Solnicki realiza alrededor del núcleo familiar —pasando por sus padres, su abuela y hasta su sobrino— y por los lugares que determinan, al fin y al cabo, el propio origen y procedencia.
Rodada cámara en mano, y haciendo gala de cierta austeridad en algunos campos —como en esa ausencia de banda sonora (sólo en un momento llega a sonar música, además diegética)— y de esa narrativa que Solnicki ha terminado por desarrollar con mayor trazo en su último trabajo, Papirosen encuentra en todo ese armamento una forma de desarrollarse, eludiendo el espacio —al contrario que en la recién estrenada Kékszakállú— y certificando así la importancia de los personajes o, mejor dicho, de las personas. De divisón episódica y fragmentos que en todo momento nos remiten a periodos pretéritos —como cuando el padre muestra a la abuela las figuras que compró, y que recuerda de su infancia—, Papirosen compone un mosaico que se debe desentrañar con el mismo temple que a buen seguro le llevó al propio cineasta armarlo, y que encuentra en esa virtud, y en sus no pocas capas que van desgranando un tema tan importante como el que nos ocupa, el espacio necesario para reproducir un cine tan dichoso en sus formas como libre para continuar explorando y dirimiendo con una realidad que sólo Solnicki sabe hacia donde virará a partir de ahora.
Larga vida a la nueva carne.