La fina línea que separa en ocasiones ficción y documental continúa diluyéndose en tanto los mecanismos empleados para construir esa ficción o documentar aquello que nos toca de cerca son mas permeables a encontrar en dispositivos ajenos esos recursos adecuados desde los que no tanto hacer tangible la realidad, sino mas bien engarzarla en un contexto o universo concreto; o, dicho de otro modo, aquello que pervierte y desnaturaliza esa realidad no reside tanto en lo discursivo como en una forma cada vez más relevante y significativa.
Este precepto arroja una serie de posibilidades que hacen de la mixtura entre ambas formas algo más que una mera combinación de factores, estableciendo asimismo vías alternas que precisamente cobran un peso específico en esta Gasoline Rainbow que nos ocupa, segundo largometraje de Bill Ross IV y Turner Ross tras Bloody Nose, Empty Pockets, pues en su nueva tentativa confluyen géneros de toda índole, desde la ‹road movie› a la ‹coming of age› siendo, no obstante, conscientes de que estamos en todo momento ante personas y no personajes.
Algo que los Ross dejan claro ya desde su introducción, alejada de los preceptos del documental, donde vemos pequeños clips de cada uno de ellos en un montaje donde aparecen sus carnés identificativos a modo de presentación, derrocando esa barrera que casi siempre aparece difusa y sirve para otorgar un tratamiento distinto al film, no tanto desde una propensión dramática que surge de las relaciones que entablan los propios protagonistas, como de una narrativa que recoge esa serie de aventuras que vivirán desde una perspectiva que no se limita a seguir sus andanzas y modula su tono a través de los distintos pasajes que componen Gasoline Rainbow.
El trabajo de los cineastas, en ese aspecto, va dirigido en torno a un objetivo muy concreto, que no es otro que el de poner el foco sobre esas relaciones, hallando de ese modo una vía desde la que explorar algo más que una adolescencia a medio andar o, en consecuencia, esa libertad a la que dicen aspirar desde la introspección que promete la propia etapa vital en que se encuentran. Gasoline Rainbow compone así un mosaico tan vivaz como emotivo que encuentra en más de una ocasión asideros que no giran sino en torno a esa confluencia establecida, que les lleva de la mano sin añadir cuestionamientos que no parecen tener cabida en esa experiencia desde la que trazar lazos de todo tipo.
Gasoline Rainbow encuentra en ese periplo todo tipo de instantes, funcionando con un fulgor muy particular e incluso aportando pasajes que inducen a una cierta desconexión: algo lógico en una obra de estas características, que no trabaja sobre una estructura determinada, abogando en ese sentido por una naturaleza que se acerca más a la del documental. Pero, entonces, ¿ante que se podría decir que estamos en un ejercicio tan particular como el que nos ocupa? ¿Un viaje en torno a la adolescencia? ¿Una odisea sobre la maduración alrededor de cualquier vínculo, ya sea afectivo o puramente emocional? ¿Una aventura tragicómica que nos acerca a una búsqueda personal? Los Ross, engarzando un ‹off› que apenas asoma pero ejerce las veces de hilo conductor, parecen tenerlo claro: la constitución de una familia que en realidad emerge sobre ese concepto llegando a disponer una emotividad que no se comprendería sin la comunión que capta la cámara como si de un (primer) suspiro se tratara.
Larga vida a la nueva carne.