Cuando un sicario anda suelto por una película parece que debamos elegir entre su relato interno —la conformación de un personaje que ha llegado a este mundo dispuesto a matar por unos factores concretos— o su laboriosidad —la sangre fría con la que ejecuta su trabajo y que aporta la acción más cruda—. Mezclar ambos universos en un film es lo que nos arrastra a muchos con la intención de descubrir los avernos de estos personajes oscuros, complejos, prácticamente mudos que con la tristeza anclada en la mirada y el puño prieto lo tienen todo hecho.
La literatura está plagada de tipos duros que humanizar de un modo u otro, no necesariamente asesinos a sueldo, solo con personajes que hagan brillar su mala estrella podemos llenar estanterías, y esto es lo que nos lleva directos a Galveston (la ciudad) y a Nic Pizzolatto (el escritor, ahora creador de series). Con Galveston no conseguimos olvidarnos de su autor, del que adapta este texto —algo tiene que ver en el resultado el que ha cambiado los ritmos— y de la gran artífice de mimetizar estas letras en pieles, una Mélanie Laurent que se adentra en el cine USA con un encargo complejo.
Recuerdo cómo Laurent conseguía asfixiarnos con Respira. Nos mimetizábamos en una historia ajena hasta sentir la misma presión en el pecho que sus protagonistas, un valor que no es fácil de arrancar en el público. Al ver llorar con ese sentimiento a Elle Fanning en Galveston eres consciente de que se encuentra la misma mujer tras la cámara, porque si algo domina el film es encontrar esas claras apariencias en sus personajes, tan maleables como para adaptarse a cualquier situación, bella o zafia, que proponga el libreto. En realidad con Elle Fanning todo parece posible, no tanto con Ben Foster aunque su estatismo parecía una necesidad. Hay una química que funciona entre ellos y que se difumina levemente al ver a Roy, el protagonista, solo ante su incerteza.
La película tiene esa necesidad de contar con perdedores para redimir sus vidas, algo que desde el primer instante se puede dar por hecho, pero antes de aferrarse a lo tópico hay muchos destellos de lucidez en los que perderse. Esta función a telón descubierto es más próxima a los movimientos de una montaña rusa. Sin duda Mélanie Laurent sabe empaparse de lugares que le resultan ajenos y exprime las localizaciones bebiendo directamente de la iluminación artificial de los antros, de la exposición solar de las entradas en la naturaleza, dando un aspecto de prestado o de intimidad cuando la situación lo requiere. En varios momentos se rompe el hilo que sigue Galveston, parece una necesidad sorprender y no hacer del drama el vuelco definitivo. Son personajes a los que les quiere dar un camino zigzagueante, de cruce constante, sin abandonarse a la emotividad ni cerrarse a la violencia más ciega. Hay brillo en la intimidad y fuerza en los momentos más duros, pero las transiciones vienen medidas por el formato capitular de un libro.
Tal vez por eso citaba a quien adapta el texto, Jim Hammett, porque es imposible no percibir las tijeras y el celo que unen fragmentos, la dificultad de llevar todo el peso de una novela al cine sin deformar al autor original o perdiendo fuerza al no poder obviar momentos clave de la misma que sí rompen la continuidad de la historia. El final es el convenio con la historia original, pero no lo que necesitaba la directora para convertir Galveston en un rotundo golpe en la mesa con el que demostrar que un estilo como el suyo sabe hablarnos de venganzas a gran escala y de las más nimias y personales sin tener que perder sus formas.