En el año 2019 de la vida real, se anunció que el bloque de viviendas inaugurado en 1963 a las afueras de París por el cosmonauta y primer hombre en llegar al espacio Yuri Gagarin iba a ser demolido y sustituido por un barrio ecológico, pasando así del ideal comunista de los años 60 al ideal sostenible de este siglo. Entre medias, la desindustrialización que llevó a las Torres Gagarine a un deterioro tal que, a fin de cuentas, salía mejor tirarlas y empezar de nuevo, con todo lo que eso implicaba para los que allí habitaran.
Con estos mimbres reales, nace el Gagarine del título del primer largometraje del dúo Fanny Liatard y Jérémy Trouilh, que toma prestada la premisa de la demolición para desarrollar una película-manifiesto y, al mismo tiempo, rodar una carta de amor a nuestras pequeñas patrias: los bloques de apartamentos y barrios donde hicimos nuestras primeras amistades, experimentamos los primeros amores y nos sentimos realmente en casa, conociendo cada rincón y haciendo vida sin necesidad de ir más allá, teniendo mundo sin necesidad de mundo. Pues si bien hablamos de Torres Gagarine, su magnitud es tal que más bien estaríamos hablando de la Ciudad Gagarine. Un vasto complejo de viviendas sociales parisino que había permanecido, como decía al inicio, como un vestigio arquitectónico de una antigua fascinación por el comunismo, pero donde vivían cientos de personas en 370 casas.
Es aquí cuando conocemos a Yuri, un habitante de 16 años que se resiste a la demolición intentando arreglar los desperfectos que quedan por resolver en la comunidad. Así, junto con sus amigos Diana y Houssam, los tres se embarcan en una misión para salvar a Gagarine, su preciado y compartido santuario, hasta convertirlo en su propia nave espacial, uniendo todos los conceptos que ofrece la realidad de estos suburbios en la periferia desde su creación. Unos suburbios, por otra parte, bastante reconocibles en grandes ciudades de nuestro país.
Pero a pesar de la energía e inventiva ilimitadas de Yuri, este no consigue evitar que un edificio polvoriento y plagado de amianto sea inseguro para ser habitado. Sobre todo, porque la mayoría de sus habitantes quieren una residencia con mejores condiciones, ya sea en el mismo edificio o en otro lugar, aunque ofreciendo una mayor complejidad por el hogar, el entorno y el sentido de pertenencia a sitios.
Gagarine tiene su mayor encanto en ser como una proyección de la esperanza y la lucha por los sueños, pero también por lo que supone crecer en el barrio. Plantea cuestiones importantes sobre las condiciones de vida de los inmigrantes en los suburbios. Nunca abandona la ensoñación, recogiendo imágenes del pasado para dar más fuerza a su relato, que avanza lentamente, con un ritmo que gustará a espectadores ambiciosos a los que les gusten los pequeños desafíos intelectuales.
Porque Gagarine es una película excepcionalmente sensible y que resalta fantásticamente la magia de la vida cotidiana con pequeños fragmentos de esta comunidad multicultural y, al mismo tiempo, consigue dotar de la suficiente fuerza al personaje principal con un mundo interior que sabe sacar todo su partido a los tutoriales de YouTube y las complejidades de las naves espaciales actuales.
Volviendo a la vida real, muy cercana a la ficción de la película, parece ser que en los 90 se intentó frenar el declive de la Ciudad Gagarin, rehabilitando el edificio. Sin embargo, al no resultar posible, a partir de 2005 se empezaron a buscar alternativas hasta tomar la decisión de demoler las viviendas años después, terminando no sólo con una ciudad industrial y obrera, sino también quizás con una utopía política que hoy sería considerada de hipermegaultraizquierda, teniendo en cuenta que hoy se considera a Mélenchon un extremista.
Pero bueno, eso no significa que la solución propuesta no sea mejor. ¿Y si, en lugar de pasar página, estuvieran escribiendo una nueva mejor? Porque, en teoría, las nuevas viviendas construidas serán para las mismas personas (aunque hasta que eso llegue muchas se tendrían que buscar la vida por su cuenta), pensadas para que los más modestos tengan acceso a viviendas mejores, bien aisladas, con un consumo de energía bajo. En resumen, se trata de lograr que la ecología también beneficie a las clases populares. Tras el ideal comunista, el ecologista. Y allí seguirá Gagarine.