Funan, o Material sensible
Cuando a Ari Folman le preguntaban, a propósito del estreno de Vals con Bashir —una prodigiosa aproximación al horror de la guerra desde la memoria y sus lagunas, que le valió la nominación al Óscar y un buen número de galardones—, por qué se había decantado por la animación, el también director de El congreso respondía que la única cuestión que le interesaba era la absoluta libertad que le concede este lenguaje. Por si esta respuesta pudiera parecer algo perezosa, o trillada, Folman no sentía pudor alguno por renegar de la imagen fotográfica. Para él la guerra, su guerra, la masacre de la que fue testigo como miembro de las Fuerzas de Defensa israelíes era irreproducible, pero no irrepresentable, por lo que la única forma de abordarla era desde la figuración.
Quizá sea una sensación engañosa, fruto de la feliz coincidencia que se produjo en el palmarés del festival de Annecy del año pasado, pero es inevitable pensar que la animación vive un momento especialmente dulce. Así fue como el pasado junio, en el marco del certamen organizado en Alta Saboya, Funan, ópera prima de Denis Do obtuvo el Cristal al mejor largometraje, ganando así a la última producción de Cartoon Saloon El libro de Kells, (La canción del mar), El pan de la guerra (Noah Twomey) que, no obstante, se llevó el Premio del Jurado y el Premio del Público.
No fue caprichoso, ni mucho menos, que un debutante se hiciese con el primer premio del festival de referencia en lo que a animación se refiere. Funan, así se conocía el territorio que ahora se reparten Camboya y Vietnam, cuenta la historia de una familia y, concretamente, de cómo una madre, Chou, intenta encontrar a su hijo, Sovanh, durante la instauración del régimen comunista de los Jemeres Rojos. Deportados a las zonas agrarias, madre e hijo quedan incomunicados, en campamentos alrededor de los arrozales de las afueras de Phnom Penh.
La película se enmarca en los cuatro años de dictadura de Pol Pot, desde el final de la guerra civil camboyana hasta la intervención vietnamita en 1979 y, sin embargo, el conflicto se queda en eso, en un marco, en un rumor lejano que, por supuesto, está presente en la historia, pero se limita a ser un obstáculo para el reencuentro entre sus personajes. Do no parece demasiado interesado en dirimir cuestiones geopolíticas, más bien al contrario, preocupado por sus consecuencias más inmediatas. La desesperación, el instinto de supervivencia y la esperanza empujan a Chou, a quién da voz Bérénice Bejo, a seguir adelante.
Con la colaboración de Michäel Crouzat como director artístico, Funan rebosa ideas en cada trazo. Partiendo de una mirada profundamente humanista, Do plantea una poética propia basada en la elipsis y el fuera de campo. La muerte, aunque sea la de un indeseable, es un umbral al que las imágenes no pueden si quiera acercarse.
Un gesto que encierra un férreo compromiso con la historia. Como señala la dedicatoria que precede a los créditos finales, estamos ante un ejercicio de memoria: individual, familiar y quizá colectiva. Un título que puede legitimar y suspender la incredulidad del espectador con exceso de suspicacia en muchas de las situaciones y casualidades que, por momentos, pueden darse en Funan. Aunque difícil, cabe plantearse hasta qué punto la subjetividad exime de responsabilidad el coqueteo con la crueldad ciertas escenas que desentonan con la sensibilidad que demuestra por sus personajes.
Unos desvíos que compensa con creces, pues en su concisión —unos escasos 95 minutos— explora incansablemente la capacidad del trazo y la combinación de texturas fotorrealistas y para construir un universo de gestos —como esa gota de lluvia que resbala por la mejilla de Sovanh dibujando el recorrido de la lágrima que derramaría si comprendiese por qué su madre no viene a buscarle—, empeñado en revelar la capacidad de la animación para, como decía Bazin, «sustituir nuestra mirada por un mundo que concuerda con nuestros deseos», aunque esos deseos solo los descubramos después de haber sido satisfechos.