Desde la cómoda posición del ahora, de la lejanía espacial, social y temporal, no deja de sorprender el modo en el que el terror y la desesperanza se apoderó de Camboya en los años 70. Aunque Denis Do es hijo de aquellos que sobrevivieron a los Jemeres Rojos, ha conseguido trasladarnos con Funan al epicentro de este estado dictatorial desde una misma lejanía que la que nosotros padecemos. Creciendo lejos de las secuelas que quedaron en Phnom Penh o la totalidad de Camboya, vuelve a los orígenes familiares con su primera película y se ampara en la animación para trasladarnos a un momento extinto en el ahora.
Siendo la animación un camino que se podría sentir azaroso en este caso, encontramos en ella una vía en la que interpretar el dolor y la fuerza sin recrearse en sentimientos que guíen al espectador. No hay una intención clara de apropiarse de las herramientas que ofrecen las dos dimensiones para permitirse ensoñaciones y virguerías imposibles en la imagen real, pero pronto se olvida este hecho al darnos cuenta que lo importante de sus personajes es la templanza sobreponiéndose a la tristeza, conviviendo un aspecto plano para los humanos que sobrevive en escenarios donde se emplea la iluminación para recordar que la vida sigue aferrada a la tierra en la que pasan los días.
No por adaptarse a la animación la crueldad de la situación vivida rebaja el tono. Aunque la actuación de los Jemeres Rojos se suele emplear en el fuera de campo, la imagen se enfoca en aquellos que lo han visto, como emulando los fantasmas con los que convivirán en un futuro, dando pie a imaginar la atrocidad sin manchar de sangre la pantalla. Es por eso que se aprecia el cuidado que ha tenido Denis Do para tratar el tema principal, y cómo consigue personalizar la barbarie al centrar la trama en una familia que frente a la confusión inicial queda separada, y que sobrevive ante la necesidad de volver a unirse.
Funan se convierte en subjetiva al mostrarnos esta etapa a través de los ojos de una joven madre, a quien seguimos en todo momento. Con ella vivimos en detalle una experiencia en la que el personaje se descompone en lo físico pero fortalece por necesidad, mutando un carácter bondadoso por la pura supervivencia. En ese rostro que se va apagando destaca siempre el contrapunto de los paisajes, elementales para humanizar más si cabe la historia, donde de un modo abrupto desaparece todo rasgo de la civilización moderna, que apenas se recuerda por el uso de armas y vehículos. También hay espacio para fijarse en un niño que sin llegar a comprender lo que sucede a su alrededor, crece, con la inocencia todavía adherida a sus huesos, en este inhóspito ambiente. Esta dualidad nos hace pensar que la película vuelve a ser un ejemplo de cómo adaptar la animación a temas de mayor envergadura y acercar a través de su atractivo una de esas cicatrices silenciosas que todavía no se han cerrado. Funciona a un tiempo como altavoz —parece que el director esté reconciliándose con una parte de sus raíces y comprendiendo el pasado al tiempo que realiza la película— y mostrando una contención y belleza que logra emocionar con su pausado tempo en el que se asimila lo ocurrido. Sin duda Funan nos permite reflexionar más allá de lo formal, gritando por el individuo que en su momento tuvo que callar para poder sobrevivir.