Creo que existen dos elementos que, por encima del resto, hacen reconocible el sello “sorrentiniano”. El primero es, por supuesto, el manierismo. La combinación entre montaje pausado y picado, el empleo de los colores, la selección de canciones, los movimientos de cámara, la composición de planos, el uso de fórmulas visuales (‹travelings›, planificación) con finalidades contrarias a su función convencional… El segundo es una especie de alteración narrativa. Básicamente, sus personajes evolucionan de forma poco corriente: trazan su camino al margen del factor causa-consecuencia y, a menudo, es el entorno el que condiciona sus acciones. De ahí que el espectador termine de ver las películas del director napolitano con la agradable sensación de haber aprendido algo pero sin poder decir exactamente el qué. Afortunadamente, este segundo elemento está presente en la muy correcta Fue la mano de Dios. Desafortunadamente, el primero no.
A Sorrentino le gusta tocar muchos temas a la vez. Por eso resulta difícil resumir su intencionalidad en una tesis. Ahí juega un papel importante otro elemento común en su cine: la ironía. Gracias a ella, lo exagerado de su manierismo oscila entre la búsqueda de lo bello y la parodia. Pero este aspecto aparece, en su último trabajo, mucho más depurado, y ello deja al descubierto lo mejor y lo peor de la personalidad del director. Porque, por una parte, esta simplificación le permite expresarse de una forma mucho más sencilla (la ironía sigue presente, pero con mayor discreción), facilitando así conectar mejor con las inquietudes de Sorrentino. Pero por otra, determinados elementos que en títulos anteriores podían pasar por sarcasmo aparecen ahora como meras bufonadas (cuando no vejaciones muy poco afortunadas). Así lo veo con la presentación de Patrizia, cosificadora e innecesariamente sexista, y con las burlas hacia la obesidad de su otra tía y el nuevo pretendiente mudo de la misma.
Esta contención formal tiene que ver, sin duda, con el carácter biográfico del trabajo. Sorrentino quiere narrar su vida con un lenguaje transparente y por eso deja de lado su carácter más exhibicionista. El resultado es que el tono sarcástico disminuye en favor de cierta auto-complacencia (encabezada por la mencionada conducta vejatoria). Sin embargo, la película consigue superar el obstáculo pasados unos minutos y, una vez inmersos en el universo “sorrentiniano” (no el cinematográfico sino el biográfico), el retrato familiar deviene más que satisfactorio. Los giros dramáticos impactan, el viaje existencial del protagonista conmueve, el suceder de los hechos es hipnótico. En gran parte, la preservación de la “fórmula narrativa” del director ayuda a que así sea: como dijimos, si bien sus formas son inusualmente contenidas, su reconocible “alteración narrativa” sigue intacta. Una extraña combinación que también hace resaltar los detalles discursivos más interesantes del autor.
De modo que, una vez más, Sorrentino consigue llevarnos al clímax de su trabajo con sutileza y sensibilidad. Y como siempre, fluimos en un circuito de sucesos que engloban, tras su aparente inconexión, una interesante reflexión. Nos diluimos entre discusiones existenciales, reflexiones artísticas, conflictos legales y un nuevo (aunque más reducido) despliegue de brillantes movimientos musicales. De algún modo, Sorrentino demuestra que bajo su sello plástico existe un discurso capaz de sobrevivir en la intemperie. Así es cómo Fue la mano de Dios, imperfecta en su totalidad pero mayormente satisfactoria, nos deja con un nuevo pero reconocible sabor “sorrentiniano”.