La deriva experimentada por ciertos sectores de Europa del Este ha encontrado un particular reflejo en cineastas que dibujan en esa coyuntura una patente sensación de pérdida a través del viejo continente, incapaz de resarcirse de unas hondas heridas que no hacen sino acrecentar esa profunda división entre las dos Europas: aquella que aspira a dejar atrás traumas pasados, y la que pretende ser parte de un conflicto que nunca se ha visto en la tesitura de enfrentar. De entre esos citados cineastas, es interesante como Sergei Loznitsa emplea el viaje como metáfora afectiva de un caos que, seguramente, se revele en no pocos territorios de esa Europa del Este, y a la postre termine por reflejar el estado de las cosas —incluso desde relatos ajenos, como sucedía con su A Gentle Creature, una adaptación de Dostoyevski— en un trayecto que no se puede leer en clave de fisicidad, sino más bien desde el espacio emocional.
Con Frost, Sharunas Bartas se embarca en otra de esas travesías donde tanto el retrato de Europa Occidental como el transcurso de la marcha iniciada por Rokas e Inga, dos jóvenes lituanos cuya intención es transportar ayuda humanitaria a Ucrania, atienden a un mismo cometido: relatar la desorientación forjada por lo insostenible de una situación que incluso termina haciendo que la misión de los protagonistas pierda su sentido en más de una ocasión. Bartas enfoca el periplo de ambos como un acto cuya voluntad se diluye en esa citada deriva, y donde su pasaje es un lapso cíclico ante la incapacidad por encontrar, más que respuestas, signos mediante los que avanzar en el viaje que les debe llevar a su fin. Todo ese proceso es retratado —en su mayor parte— a partir de una fotografía de tonos ocres, cuasi tenebrista, que parece deslizar una suerte de vampirización de sus personajes, como si no fuesen más que parte de un medio ante el que no poseen control, e intentan manejar a través de la información que van percibiendo durante el desarrollo de su recorrido. Es precisamente en las largas conversaciones —incluso, en alguna ocasión, soliloquios— que Rokas entabla con los distintos individuos que se va encontrando, donde el cineasta lituano desvela el sino de su odisea: ya sean activistas que revelan un rol ciertamente contrariador —tanto por sus acciones, con el hospedaje en ese lujoso hotel entre ruinas, como por sus palabras—, o soldados que demuestran enfocar desde un prisma mucho más moral —quizá por cercanía— un tema que les afecta de forma directa. Bartas filma esos diálogos y alegatos con planos cerrados, que alojan únicamente la figura que los sostiene, fomentando una individualización equívoca pero al fin y al cabo inevitable ante el desconcierto vivido en esas tierras, cuya única respuesta parece poder hallarse sólo en cada uno de los personajes que va encontrando Rokas por el camino, ante la imposibilidad de obtener un discurso que sea capaz de arrojar sentido al enrarecido clima que se respira en los fríos parajes ucranianos.
La evidente militarización de una zona por la que transitar parece cualquier cosa menos segura, apenas supone una leve puntada al ambiente social que se respira en el terreno por que nos guía Frost, en especial ante un carácter desnortado que prácticamente transforma esos pueblos y caminos en tierra de nadie. Como si Rokas y su acompañante hubiesen aterrizado en un lugar inhóspito y del todo desconocido para el ojo del ser humano, con la levedad de que en realidad están recorriendo uno de los estados más importantes del oriente de Europa, tanto por extensión como por localización. Una localización que ha sido lo que, finalmente, la ha llevado a un descarrío donde el frío clima y el interminable conflicto definen las condiciones de un país que no es sino otra triste muesca en el contexto del Viejo Continente, al que mucho recorrido le queda para ser esa Europa que tanto sueña, pero a cada paso parece tan utópica e irreal como esos parajes retratados por Frost, que a nadie extrañarían sacados de una ficción venidera con tintes de distopía.
Larga vida a la nueva carne.