En un gesto autoconsciente y casi necesario en lo que sería la consecución de su cine desde entonces, Ole Giæver se nos presentaba en su segundo largometraje, Mot naturen, desnudo en mitad de las bastas extensiones que componen los fiordos noruegos. Un desnudo tan literal como metafórico, pues a través del mismo el cineasta se descubría en una serie de reflexiones en forma de diario personal a partir de las cuales daba voz a sus pensamientos más íntimos, mostrando además un envidiable sentido del humor al acudir a sus instintos primarios en mitad de esa introspección.
From the Balcony se podría articular perfectamente como una suerte de secuela espiritual de Mot naturen en la que, sin embargo, Giæver juguetea con géneros y formatos, otorgando un espacio más personal si cabe. Huyendo en cierto modo de la ficción que creaba Mot naturen —de hecho, en este nuevo largometraje ya no compone personaje ficticio alguno, siendo protagonizando tanto por él como por su mujer e hijos—, From the Balcony se articula a la manera de un docudrama en el que continuar desentrañando esos temores y dudas que ya afrontara años atrás, pero indagando en esta ocasión en una visión que bien se podría considerar universal; más allá de aportar un espacio propio el hecho de estar rodeado por su familia, el marco reflexivo que compone el noruego enlaza todos aquellos aspectos que componen su día a día con una mirada acerca de lo efímero que puede resultar nuestro paso por el universo o acerca de lo liviano que llega a ser en ocasiones todo aquello que tenemos a nuestro alrededor. Un arco que, lejos de lo que pueda parecer, en ningún momento esconde un marcado tono existencialista o la gravedad que se desprendería de sensaciones como las que trata de trasladar Giæver al espectador; al contrario en realidad, el aire distendido que posee en todo momento un film como From the Balcony, lo aleja de unas pretensiones que sería capaz de convertir la inagotable voz en off del cineasta —medida, por cierto, notablemente en la consecución de un ritmo que dota a la obra de los espacios necesarios para no ahogar un discurso repleto de aristas— en un ente omnipresente y perjudicial para la misma, cuando en realidad el autor de Mot naturen encuentra subterfugios en los que volcar todas esas inquietudes que circundan su persona. Es, de hecho, en el aparato formal —más allá de en la consecución de un género que se antoja cuasi inexistente— donde Giæver logra escindir el contenido e intencionalidad de su anterior trabajo —algo que ya se deduce de una escena inicial en la que nos introduce en la ciudad que reside, Oslo, desde Google Earth—.
La visión irónica acerca de nuestra condición como seres humanos, que incluso es capaz de trazar una línea donde la realidad queda desmantelada, atañe tanto a su propia persona como a un entorno desde el cual traza un paralelismo donde la mutabilidad de la perspectiva de niño a adulto posee su propio peso. El amplio abanico de soluciones que Giæver logra encontrar en ese contexto, sirve para atisbar una espera constante y para dilucidar una pequeñez, la del ser humano, que conecta con los preceptos de un film en el cual el noruego vuelve a demostrar un sentido del humor muy propio para tratar cuestiones que no sólo pueden resultar más o menos sugerentes, sino que además definen por sí solas el tratamiento de un prisma que se puede exponer desde ya como uno de los más auténticos y extraños de cuantos han surcado la cinematografía europea en los últimos años.
Larga vida a la nueva carne.