Si hay un elemento incrustado en la cultura popular estadounidense que nos es ajeno a muchos de nosotros, es la devoción absoluta por las armas y esa Segunda Enmienda de su Constitución que se repite mecánicamente. Esa fascinación extraña por el hecho y el empoderamiento que consideran que la posesión de un arma les otorga es el hilo conductor del documental realizado por el español Javier Horcajada Fontecha, conocido particularmente por su labor como fotógrafo y editor, y aquí encargado de escarbar en las manifestaciones más grotescas de esta filia tan particular y que genera tanto recelo.
From My Cold Dead Hands es, en realidad, un montaje de fragmentos de vídeos de internet cuyo hilo conductor reside en la contraposición hábil y sarcástica que se hace de los mismos, ya que prescinde de una narración que lo cohesiona; es, por tanto, ante todo un trabajo de edición que deja al espectador la sufrida y drenante tarea de darle un sentido al espectáculo dantesco que está viendo. Hay una clara intención burlesca en el enfoque de Horcajada y en su selección y exposición del material audiovisual del que dispone, pero también una cierta honestidad e incluso un respeto fundamental a lo que retrata que se traduce en la decisión de dejar expresarse a sus sujetos de observación, contemplando incluso sus actos y su filosofía de vida con una cierta curiosidad, por cómo funcionan sus cabezas, cómo ven el mundo y qué les aporta esta pasión por empuñar una pistola o un rifle.
Ver esta cinta es una tarea en ocasiones agotadora, porque es un ejercicio constante de lucha con uno mismo por intentar dar una validez, un argumento racional para las motivaciones de unas personas completamente absorbidas por una relación malsana con las armas, que inventan amenazas, se imaginan escenarios y se escudan en valores decimonónicos y en una fe ciega moldeada a su gusto para justificar y dar trascendencia a su afición. Es motivo de burla, pero también de inquietud y de desconcierto, y es interesante, en particular, por lo que expone de la realidad sociocultural de Estados Unidos y la forma en que muchos de sus habitantes han aprendido a interpretar el mundo.
Habla, por ejemplo, de la violencia como pulsión vital, en la voz entusiasmada de los muchos testimonios de este documental que justifican la tenencia de armas en el hipotético y casi fetichizado escenario de encontrarse un enemigo, un asaltante o un objetivo a quien disparar; y hay, también, una fantasía de poder agresivamente individualista y absolutamente indisimulada en ello, una exaltación de la figura del héroe protector que se alza por encima de la masa, preserva sus valores y sobrevive a un entorno hostil. Como en los personajes prototípicos del Salvaje Oeste, su valor como individuos lo otorga el alcance de su arma y lo que pueden lograr con ello, pero estos proyectos de lobos solitarios, en realidad, surgen en torno a la articulación de valores y símbolos colectivos como el himno, la bandera y la Constitución, apropiándose de la identidad patriótica en un ejercicio sumamente contradictorio —adoran su Constitución como un texto sagrado, pero odian y desconfían sistemáticamente de sus instituciones— y a su vez descarnada y desconcertantemente sincero, que reviste de un subtexto rebelde y casi épico la preservación enfermiza y sacralizada de su idea de nación y de unos valores definidos por las circunstancias de hace más de trescientos años.
Y, sin embargo, estos personajes anticuados y atrapados en los grandes mitos fundacionales del pasado se expresan plenamente en las lógicas consumistas e hipercapitalistas de hoy en día, que atraviesan también y definen las formas de expresión personal de la sociedad estadounidense. La retórica épica y el estilo de vida se golpean entre sí de maneras absolutamente ridículas: con el mismo aliento, te hablan de la gloria de los padres fundadores de la patria y del arma como una extensión de su poder como individuos, y te presentan orgullosos una colección de rifles que llena las vitrinas de su casa. Un caso particular, de un padre que hace repetir a su hija los valores que rigen su hogar mientras esta recarga armas, me resulta llamativo: el discurso es marcadamente antisistema y tiene una pátina empoderante, desde la perspectiva individualista y de desconfianza hacia las instituciones, pero lo que se ve es a alguien completamente cooptado por la filosofía de mercado, que define su valía como individuo en base a la ingente cantidad de armas que tiene; es decir, una identidad basada en la posesión material, en el consumo y la acumulación de bienes que apenas puede camuflarse detrás de una pretendida sacralización de los mismos.
Las costuras son evidentes y las contradicciones morales son escandalosas; por ello cuesta tomarse en serio a estas personas, más allá de como amenazas potenciales por el hecho de pasear una pistola tranquilamente por la calle o como el ejemplo de lo desquiciado de ciertos aspectos inherentes al imaginario sociocultural y a la identidad colectiva de Estados Unidos como nación. Por otro lado, constatar que estas formas de entender la vida existen y que se abrazan con orgullo resulta desolador, y el alivio por no formar parte de esta realidad, unido al desconcierto constante, hacen de From My Cold Dead Hands una experiencia extenuante a nivel emocional. No expone nada que no se sepa, pero sí le planta un espejo que magnifica su efecto, y el resultado es demoledor.