Da la impresión que Ben Wheatley acabó un tanto empachado de las ínfulas de trascendencia de su anterior trabajo, la abigarrada e indigesta distopía de High-Rise. Una sensación que se basa en la elección, no precisamente gratuita, en el formato y temática de su nuevo film, Free Fire. Un film este último más liviano en apariencia, un divertimento gamberro que busca divertir y, sobre todo, hacer que los participantes en él (director incluido) se lo pasaran en grande rodándola, algo que visto el resultado final, parece ser exactamente así. Otra cosa es el impacto producido en la audiencia ya que por desgracia Free Fire no acaba de cuajar en sus objetivos fundamentales.
Está claro que la influencia, tanto en puesta en escena como en desarrollo de personajes combina el gusto por el diálogo afilado “Tarantiniano” y el “bajofondismo” macarra de la dos primeras películas de Guy Ritchie. Dicho esto, la combinación de ambas cosas acaba siendo una especie de quiero y no puedo constante, un quedarse a medias sin acabar de rematar en definición. Así los diálogos sufren de síndrome Deadpool, intentando ser graciosos constantemente sin llegar al ingenio necesario en la mayoría de casos y acabando por saturar por acumulación de gags por fotograma. Por lo que respecta a los personajes no pasan de ser meros arquetipos, bien dibujados, pero sin evolución en la trama ni capaces de despertar un interés más allá de saber quién va a sobrevivir o no (y tampoco excesivamente).
Y es que esta ensalada (literal) de tiros que es Free Fire no deja de ser un juego de clímax y anticlímax constantes, como el ciclista cuya estrategia es hacer la goma para demarrar a continuación. Así pues este esquema de acción desenfrenada en modo montonera, pausa, recomposición de personajes y vuelta a empezar funciona en cuanto a planificación de planos y exhibición de recurso formal, pero agota en tanto que hace del posible final de cualquier película a lo John Woo el único leitmotiv del film. Si la intención, como dice Ángel Sala es «crear un Reservoir Dogs de la hiper-modernidad. Más absurdo, despiadado y patético», Wheatley lo consigue pero por motivos completamente contrarios a los expuestos, porque la absurdidad se confunde con “basuridad”, lo despiadado está desprovisto de crueldad y lo patético no reside en la situación creada sino precisamente en cómo se narra a base de atropellos (otra vez literales) visuales.
Wheatley pues da la sensación de querer y conseguir divertirse pero, al igual que en High-Rise, verse incapaz de transmitir de forma efectiva y completa su mensaje a la audiencia. Sí, Wheatley confirma que es un director más que competente y siempre interesante en su propuesta, pero que anda un tanto atascado en el rumbo que debe tomar su cine. Como sí quisiera ir algo más allá de mero firmante de películas de género con sello de autor arriesgado y buscara un salto a otra liga mayor que no acaba de llegar. En definitiva Free Fire es una película que sin duda satisfará al paladar de los “garrafistas” más extremos y menos exigentes pero que se queda muy lejos de llenar la distancia que media entre objetivos y resultados. Una diversión moderada que hace de Wheatley, a día de hoy, un director en busca de un camino que vuelva a definir de alguna forma reconocible su cine.