Francisca: amores entre bienaventuranza y desdicha
«El egoísmo es la propiedad más segura de la vida humana», escribió Robert Musil. A lo que bien podría replicar un personaje de Francisca: «Lo que se aprende tarde ya no aporta experiencia, sino infelicidad». ¿Será esta la causa principal del egoísmo en la vida adulta?
Como respuesta a ello, se abre ante nosotros un solemne y esplendoroso drama romántico, que verá la luz por primera vez en España el próximo 28 de enero. Basada en una novela de Agustina Bessa-Luís, esta obra culmen del incansable Manoel de Oliveira se estrenó en 1981, y ahora ha sido restaurada para incorporarse a las salas.
El subtítulo «La pasión funesta entre José Augusto y Fanny» nos da la bienvenida a este inusual triángulo amoroso, caldo de cultivo para numerosas películas de la historia del cine.
Pero Francisca rápidamente impone su singularidad. Se abre con una cortina y la lectura de una carta, que ejercen de puentes hacia un recuerdo infortunado que todavía acarrea lamentos.
Desde los primeros compases se evidencia una mirada crítica hacia el adocenamiento de la clase acomodada de Oporto, conformada por burgueses llenos de sí mismos y carcomidos por la ingratitud. Lo que en Luis Buñuel devendría una crueldad indisimulada o en Luchino Visconti la obsolescencia de la clase aristócrata, Manoel de Oliveira lo reconvierte en bailes de máscaras, óperas y danzas de salón, ceremonias oportunas para las relaciones interpersonales entre gente de alta costura.
El escritor Camilo Castelo, protagonista de esta historia, anhela un corazón joven para enseñarle lo que es la intimidad. La cámara de Oliveira, sustentada en la fotografía de Elso Roque, es prudente y ecuánime ante el vocabulario ampuloso de los varones, en el que resuenan valores como la pureza de espíritu o el honor. La puesta en escena imprime encuadres de una impoluta armonía compositiva, a través de planos que dialogan de forma voluntaria con lo pictórico. El posicionamiento de los cuerpos, la profundidad de campo y el tiempo interno, que respira libremente, son algunas de las grandes bazas de esta extraordinaria película, que nos deja momentos inolvidables como el del caballo dentro del estudio o los instantes de silencio tras el casamiento.
Oliveira se encuentra cómodo trabajando la desdramatización del gesto, como si ansiara ilustrarnos acerca de la intelectualidad del amor y el carácter arribista del ser humano.
Esa finalidad pedagógica engarza con la voluntad que perseguía otro gran cineasta coetáneo, Roberto Rossellini, en cuyo proyecto de la televisión didáctica llevaría aún más allá la parquedad de la emoción.
No hay grandes contrastes entre los colores ni cambios de tono bruscos, todo responde a una lógica autárquica del plano, la máxima herramienta de significación en la que Oliveira confía para acompañar a la palabra. El conjunto avanza decidido y sin anquilosarse, con elegancia y sin amaneramientos. La duración de cada plano evidencia lo que detectaba Deleuze en sus estudios sobre cine; tras la Segunda Guerra Mundial se ha dado paso al ascenso de las situaciones ópticas y sonoras, como el paseo, la errancia o lo que se hace patente en esta película: una cierta dimensión espectral del escenario.
Como en otra excelente radiografía de época portuguesa, Misterios de Lisboa de Raoul Ruiz, la quintaesencia está en los vestuarios y los decorados, que se vuelcan en captar el tiempo de una era muy distinta a la nuestra, sin urgencias y con espacio para el pensamiento y la desgracia.
Oliveira nos hace tangible el siglo XIX sin necesidad de recurrir a grandes escenarios, sólo a una estructura capitular que hace de cada escena un pequeño prodigio estético. El refinamiento hierático de los intérpretes y la sutil inclusión de la banda sonora también marcan el rumbo, en paralelo a los pálpitos de los corazones de los protagonistas, que a veces rompen la cuarta pared en un ademán de resignación.
El relato va creciendo sin grandes aspavientos ni vueltas de tuerca forzadas, haciéndose más sabio y complejo a cada paso que da. Sin duda, un cine que desde la primera toma lleva en sus carnes el trazo de la maestría.