«Bosnia sigue siendo un país que no termina de cerrar las heridas…» Así empiezan siempre todos los reportajes que se detienen en el país balcánico y aunque desgraciadamente no les falta razón, por suerte las cosas no son así en todas partes ni con todo el mundo. El país se escapa a los clichés como puede, sobre todo en una juventud que vive asfixiada. Asfixiada no tanto por el recuerdo de la guerra si no por un porvenir sin futuro y que intenta emigrar para no volver ante la falta de oportunidades y la corrupción generalizada que estanca a la federación, haciéndola de facto un estado fallido. Al fin y cabo hay mucha gente joven que no vivió la guerra o era demasiado pequeña para participar de alguna manera en ella.
Pero a parte de esto la guerra sigue presente en el paisaje y en el alma de sus ciudadanos, que han seguido adelante como buenamente pueden. Muchos cineastas bosnios detienen su mirada en el presente y éste irremediablemente habla del pasado inmediato, de la guerra, y del futuro, que ni está ni se le espera.
La obra de Jasmila Zbanic (En el camino, Grbavica) al igual que muchos compatriotas sirve como exorcismo para hablar de los fantasmas del pasado y el presente, amén de buscar una identidad y derrochar humanismo por todas partes. En esta ocasión adapta una obra teatral de la australiana Kym Vercoe, sobre las propias experiencias de la artista en su viaje a Visagrad, que aquí hace de actriz principal.
Visagrad es conocida mundialmente por su puente, inmortalizado en el maravilloso libro del premio nobel de literatura Ivo Andric, ‹Un puente sobre el Drina›. Son muchos los turistas que van al lugar inspirados por la prosa del autor (cuya “nacionalidad” se disputan los ultra nacionalismos croatas y serbios, aunque él, sin serlo, siempre fue un enamorado del mundo musulmán y fue criado por una vieja de fe islámica). Durante el inicio de la guerra de Bosnia la población musulmana fue masacrada y el hotelito frente al río, el lugar donde se clasificaba, violaba y asesinaban a las mujeres. Se da el dato de que muchos de los asesinatos ocurrieron en el puente, hecho que destruye todo rastro de romanticismo que podría albergar el lugar.
Dicho estos datos generales, la película comienza con Kym iniciando sus vacaciones y su viaje por los balcanes, deteniéndose en Visagrad. La gente parece amable y el lugar idílico, tan común a buena parte de los pueblos de la zona. Haciendo caso a la guía de viaje, Kym pasa la noche en el hotel. Pero algo ocurre esa noche. Entramos en un película de terror psicológica, pero sin el terror. Simplemente algo pasa. Es casi físico. Por los planos que nos regala la directora, entendemos que el puente ejerce un poder sobre ella fuera de toda lógica. Es casi como una maldición.
Bruscamente nos encontramos en Australia. Ha pasado un determinado tiempo. Kym a su vuelta a su país natal busca información sobre el hotel y lo que encuentra es el horror. ¿Cómo es que nadie le dijo que la habitación en la que estuvo se cometieron todo tipo de torturas sobre mujeres? ¿Cómo es que no hay ni una puñetera placa para honrar, o al menos recordar lo sucedido? Como ella misma se pregunta, ¿las personas con las que se encontraba, formaron parte de las violaciones y asesinatos, o sólo miraban? Es entonces cuando inicia un segundo viaje en busca de respuestas.
Algunas de las preguntas que ofrece la cinta versan sobre como es posible lo ocurrido y el estado de negación en la que viven buena parte de la población autóctona. La cineasta se dedica a filmar el silencio tras el horror. De la imposibilidad de perdón cuando los verdugos niegan los actos. Esto deja una sociedad rota. En Visagrad no se habla de la guerra ni de lo ocurrido. Simplemente, no aconteció, todo es una conspiración que empieza en La Meca y acaba en la burocracia imperialista del llamado mundo occidental. De hecho, si me apuran, son ellos las víctimas.
La directora, Jasmila, tuvo que esconder su identidad cuando fueron al pueblo a rodar. De hecho, su presencia allí se podría haber comprometido si no fuera porque usaron a uno de los guionistas, director y amigo en de la cineasta, el serbio Zoran Solomun, al que hicieron creer a la gente que era el verdadero director y que la temática de la película era otra. Zoran, nombre serbio, daba menos problemas que llamarse Jasmila, musulmán, en esa zona de Bosnia.
La directora se ha caracterizado por huir del revanchismo o del enfrentamiento entre nacionalidades. En algunas de sus películas, al igual que otros colegas de profesión, se distingue mucho entre serbio o Chetnik. Los segundos, ultranacionalistas serbios, son los responsables de muchas muertes durante la Segunda Guerra Mundial. Eran serbios, pero los serbios no tienen porque ser Chetniks. Su cine aboga por una mezcla de no olvidar el pasado como método para comprender el presente y afrontarlo y un humanismo que no distingue de religión o nacionalidad.
Cogiendo la figura de una forastera, Jasmila toma su búsqueda del reconocimiento a la verdad como una batalla propia. Puede que viva en la otra punta del globo, pero el humanismo, la fraternidad y la solidaridad entre seres humanos no debe entender de kilómetros y fronteras. Ella misma comentó verse sorprendida por una obra australiana que le marcaba tan de cerca y que se acercaba a lo sucedido con mucho tacto y sin caer en tremendismos o escenas emocionalmente pornográficas. Teniendo en cuenta lo que es capaz de hacer Hollywood, y más concretamente, Angelina Jolie en esa cosa deleznable titulada In the Land of Blood and Honey (En tierra de sangre y miel), se puede comprender su sorpresa.
Desgraciadamente, por mucho que las ideas y reflexiones están plasmadas a las mil maravillas en el relato y otorga unas imágenes de gran significado sobre el puente, que parece maldito por la forma de enseñarlo en pantalla, al igual que ese hotel por momento parece el lugar ideal para rodar una cinta de terror, no todo funciona. Desde luego que no.
El propio personaje de Kym resulta en ocasiones insoportable. Su ingenuidad lastra en parte el mensaje, unido sobre todo a una sobre explicación del terror y de la historia pasada. Todo se da mascado. La voz en off de la protagonista a veces está acertada y en otras sobra. En cierta forma, es como si la directora se dirigiera más a un extranjero que a un compatriota. Tampoco hay catarsis. Su plano final lo intenta, pero no lo consigue. Se puede argumentar que esta historia no tiene catarsis. No es un final feliz. Pierden las víctimas. La guerra volverá, como se dice, citando tal vez una de las frases más conocidas mundialmente, aquello que asegura que olvidar el pasado nos condena a que se repita en el futuro. Sí, pensándolo un poco sobre la marcha, no hay catarsis, pero está buscado.
Sin embargo la película funciona en su manera de mostrar el silencio tras el horror. Al menos en los campos de la muerte nazis, se descubrió la verdad y a pesar que la población civil negará cualquier conocimiento de los campos, terminaron por agachar la cabeza y admitir su culpa.
Sin este pequeño gesto, no se puede seguir adelante, nos viene a decir la directora. Por eso, For Those Who Can Tell No Tales sirve tanto para retratar una realidad paralela de un lugar donde los libros de historia narran los mismos sucesos de manera diferente, como de exorcismo por el pasado, en pos de la memoria de las víctimas.