Ante la instigada rareza de una pieza como Fonotune: An Electric Fairytale, uno podría pensar en la particular concepción del universo propuesto por FINT —conocido también como Fabian Huebner, y autor de films como el documental Visiting Uwe—, desplegado en la inmensidad paisajística, la extravagante presencia de sus personajes o la proyección de un tiempo y lugar inconcretos. Un universo musical extendido en distintos pasajes que con facilidad nos devuelve a aquella Daft Punk: Electroma donde la extensión desértica y la presencia de ritmos y sintonías quedaban definidos por una intención ensayística que bifurcaba en algo radicalmente opuesto. Lo que allí definía los lindes de una expresión artística cuya mera vocación era la de experimentar con escenarios inauditos e incluso texturas, contrasta en esta ópera prima en la localización de espacios que otorgan un sentido específico a la búsqueda de Huebner. La coincidencia temática —y estética desde la concepción de los escenarios, pues a nivel formal rastrean terrenos contrarios— nos lleva a extremos que alejan Fonotune: An Electric Fairytale del que podría constituir su referente más cercano, en un gesto de autosuficiencia y personalidad.
Escindida en diversos episodios, y comprendida a través de la presentación de sus diversos personajes, que se embarcarán en una suerte de ‹road movie› que huye, en parte, del sentido intrínseco de estas, Fonotune: An Electric Fairytale acoge la música como abstracción. Con sus protagonistas portando auriculares en todo momento, en busca de una emisora que les provea del sonido adecuado y siguiendo el camino que les llevará al concierto del célebre Blitz —a quien da vida el no menos mítico Guitar Wolf, líder de la banda homónima de rock—, FINT ya expone esa pulsión en la relación que sostienen entre ellos. Y es que el hecho de que el vínculo entre sí se dirima en unas pocas líneas de diálogo y aquello que les une en una misma travesía sea la actuación de una gran estrella, evidencia las intenciones en la mirada del cineasta; Huebner maneja a la perfección el plano como creador de espacios desde los que generar, más que un universo propio, la representación del mismo en estampas que rubrican su carácter a través de este torpedo visual. Porque puede que todo aquello que percibamos en la mayor parte del tiempo —obviando, claro está, esa futurista estación de radio— no sean imágenes ajenas o desconocidas —de los mentados desiertos a impersonales construcciones de hormigón—, pero a través del modo en como son construidas, impulsan una visión distinta.
Es por ello que la constante mutación del paisaje que propicia FINT, otorga propiedades diferenciales a su particular mundo. Incluso detalles como una estilizada botella de soda —que hasta aparece como marca en un anuncio de reminiscencias pop-art sobre el concierto de Blitz—, el irreverente locutor radiofónico —que, salvando las distancias, podría recordar a la figura que emergía en Hardware, interpretada allí por Iggy Pop— o una banda que toca sin emitir más sonido que el rasgado de las cuerdas de una guitarra eléctrica sin amplificador, se perfilan como precisa representación de un film que es capaz de trasladar esa abstracción que arrastra en no pocas ocasiones a los protagonistas, al mismísimo espectador. Esa característica define la naturaleza de un título tan extrañamente fascinante como irregular, pero que sin duda expone la idiosincrasia de una obra expuesta por el talento visual de su autor, así como por las notas de un compás descarado, que nos lleva de la marca personal de determinados personajes al contexto donde la música es, ante todo, un fin. Algo que incluso parece confirmar Blitz en los últimos compases al exclamar «¡La destrucción es mi música!». Toda una declaración de intenciones que a buen seguro no pasará inadvertida.
Larga vida a la nueva carne.