Si bien disgregado, desposeído de ese concepto que generalmente se le otorga, el núcleo familiar se antoja sin lugar a dudas uno de los pilares fundamentales del cine de Peter Monsaert. Si en Offline el intento de un padre por reunirse con su hija con la negativa de su mujer derivaba en la exploración de unos vínculos con situaciones por resolver y un pasado desde el que entender el presente y sus consecuencias, Flemish Heaven comprende esa disgregación desde una perspectiva donde las distintas relaciones son imposibles de afrontar con el equilibrio necesario. Ya no se trata, pues, de que el cineasta belga fomente espacios como ese Ciel Flamand que da nombre al film —de nuevo, y como en su anterior trabajo, centrando su prisma sobre un país decrépito, que hace de la mirada de sus personajes una consecuencia directa acerca de como afrontar de alguna manera la carencia de rumbo mostrada—, se trata más bien de como los individuos que suelen frecuentar su relato se comportan e intentan actuar en un medio, si bien no hostil, sí al menos precursor de una condición incómoda, que incluso les lleva a velar antes por su subsistencia que por quienes les rodean. No es que Monsaert recurra, para ello, ni mucho menos a esa visión coactiva que posee no pocas veces el cine social, y aunque no esquiva momentos de cierta decadencia moral para entablar su retrato, intenta sostener una estabilidad que, en determinados instantes, se le escapa por la propia naturaleza de los personajes que componen su universo.
Lejos de erigir la propuesta en ese contexto, que parte de la separación de los padres de la pequeña Eline, y del tránsito de ella en torno a lugares indeterminados —debido al trabajo de su padre, que es conductor de autobuses— y poco propensos a acoger a una niña de su edad —el burdel que regenta su madre, del que intenta alejarla sin demasiado éxito—, el belga se decanta por una construcción de alguna manera más intimista, priorizando por el plano cerrado, hasta indefinido, y describiendo a través del mismo tanto el punto de vista de Eline como esa dimensión que busca reforzar un drama más cercano, acotado en torno a los lazos que sostiene con sus progenitores. Mediante esa perspectiva, Monsaert nos desplaza del plano personal, anidado en un particular naturalismo, al Ciel Flamand donde todo queda bañado por luces artificiales que (des)dibujan la silueta de la pequeña, como diluyéndola en un marco ajeno, distante a esa infancia ya no sólo extraña por la separación de sus progenitores, sino por la aproximación impropia a tal edad. El adentramiento del cineasta en un marco más bien mezquino, alejado de todo humanismo y ya propiciado en Offline a partir de la hija del personaje de Wim Willaert —también presente aquí—, se concreta así como una forma de definir esa realidad más suburbial a la que parece apelar, pero también de confrontarla para determinar uno de sus temas centrales, la familia. Y es que la decisión adoptada por sus protagonistas se advierte más como una necesidad que como una posibilidad, y es en ella donde el sostén, directo o indirecto, de sus seres más cercanos, obtiene un nuevo prisma. Algo que también se deduce de las distintas relaciones suscitadas en susodichos entornos, donde Vicky —la citada hija de Willaert en Offline— estallaba contra ese modo de vida, y Sylvie —la madre de Eline en Flemish Heaven— no parece sostener vínculos estables o fértiles en tal contexto.
Aquello que en la teoría podría parecer un cine maduro, en evolución desde materias que definen su carácter, no termina de tomar la determinación adecuada en manos de Monsaert —o quizá es, precisamente, su excesiva determinación, lo que termina diluyendo algunos de sus aciertos—; ya sea por un acercamiento proclive a hacernos partícipe de esa sordidez que rodea a sus personajes, o por la (en ocasiones) falta de control en algunas de las secuencias que delimitan ese universo, Le Ciel Flamand no halla el equilibrio necesario entre la exposición que pretende realizar y la forma en como desarrolla esa convivencia entre distintos individuos. Algo, por otro lado, llamativo —esa carencia de mesura— cuando el propio cineasta es tan capaz de perfilar en un mismo relato secuencias como la de Eline en el burdel —que, a la postre, será el desencadenante—, pero más adelante encontramos momentos tan toscos como la visita que recibirá su madre a medianoche. El trazo dedicado a los personajes del film y a los lazos entablados entre ellos, se ve engullido de ese modo por una visión un tanto obtusa, que si bien sirve para comprender el arco del microcosmos inducido por Monsaert, no es capaz de solventar algunas aristas necesarias para comprender sus motivaciones sin verse empujado y apremiado. Fallas que, de resolver en un futuro, quizá expondrían un interesantísimo autor con voz propia desde lo social hasta lo personal.
Larga vida a la nueva carne.