Flee, la incursión en la animación del documentalista danés Jonah Poher Rasmussen, arranca con una trayectoria crítica impecable. Premiado en Sundance y en Annecy, nominado en una maniobra sin precedentes a tres categorías de los Oscar que parecían excluyentes entre sí (largometraje de animación, largometraje documental, película internacional), este documental, que recoge el testimonio de un refugiado afgano que tuvo que huir de su país tras la invasión de Kabul por los muyahidines, es una historia conmovedora que reflexiona sobre temas que resuenan con tanta claridad hoy como en los años 80 y 90 en los que se ambienta. Desde la seguridad de una vida ordenada y una relación estable, Amin echa la vista atrás y se reencuentra con los sucesos traumáticos que marcaron su infancia y adolescencia.
Como pieza documental que expone un viaje introspectivo alrededor de la experiencia de su protagonista, Flee muestra un intimismo de una elocuencia extraordinaria. La huida constante de Amin, el miedo y la repulsa a la autoridad que se erige como una amenaza, las penurias que él y su familia tuvieron que vivir como inmigrantes clandestinos de una Rusia decadente y corrupta y las peripecias y fracasos al tratar de alcanzar un propósito final se ilustran con una narración que se siente progresivamente angustiante, con un uso de animaciones abocetadas y abstractas para reflejar esos momentos de mayor tensión emocional, y que contrastan con la presentación discreta y realista que predomina en todo el metraje. Durante esta narración, Amin nos va revelando cómo y por qué ha vivido durante años en base a una mentira, afirmando que toda su familia murió para poder entrar en Dinamarca como refugiado. Cuando el documentalista que graba su historia comienza a detectar las inconexiones en su pasado oficial y declarado, surge una nueva dimensión en la película que nos revela a un hombre que ha crecido alerta y distante, con miedo a ser descubierto y deportado de nuevo, y que incluso con todas las piezas encajadas en su vida tardará mucho tiempo, o tal vez no logre nunca liberarse de esa sensación de fragilidad.
Un elemento discursivo muy reseñable, que conecta en cierto modo con toda esta historia, se refiere a la exploración de la sexualidad de Amin. A lo largo del metraje, este explica las dificultades para comprenderse del todo en un autodescubrimiento que debió llevar en solitario en un país como Afganistán en el que ni siquiera existía la palabra “gay”, y cómo en cierto modo, aunque nunca se explicitó como un conflicto, la dificultad para demostrar con sinceridad su orientación sexual contribuyó al distanciamiento emocional con lo que le rodeaba. En su testimonio actual, él ya salió del armario hace años y tiene una relación estable con su novio. En cierta manera, ha hecho las paces consigo mismo y a través de esta nueva concepción de su sexualidad ejemplifica también el logro de poder vivir como desea y sin rendirle cuentas a nadie. Y sin embargo, el recelo y la sensación de que todo podría echarse de nuevo a perder permanecen en un catálogo de miradas perdidas, reflexiones pesimistas o en uno de los momentos de mayor tensión dramática de la cinta, que no es su aventura clandestina a bordo de un barco ni su huida en el último segundo de un Afganistán en guerra; sino el reencuentro en el aeropuerto con su nueva normalidad, que se presenta para él, por un instante, abrumadora e inalcanzable a pesar de ser ya algo seguro en su vida.
Pero si bien en todo este aspecto de discurso y exploración emocional tenemos una cinta tan fascinante y demoledora, en la animación se encuentra el verdadero elefante en la habitación. El asunto de cómo trata Flee su propio medio de expresión me ha traído de cabeza un buen rato, y lo cierto es que todavía no asiento del todo una opinión. Me remitiría a mis comentarios en otras entradas de esta página desarrollando lo que percibo en esta y en otras cintas como un desprecio, o una ausencia de motivación real por vehicular lo que se quiere expresar a través de la animación. No es para menos la cuestión, tratándose de una obra en este apartado más bien discreta, de recursos visuales limitados y repetitivos y con una molesta, tal vez buscada a propósito, fluidez escasa con pocos fotogramas por segundo que apenas conectan los movimientos de los personajes en un continuo y generan una estética de apariencia torpe. Por otro lado, las ideas que he llegado a leer al respecto me hacen dudar; tal vez soy yo quien está poniéndole puertas al campo y empeñándome en ver como un desprecio lo que es un intento de hacer algo visiblemente distinto en forma y propósito. En todo caso, a mí no me gusta esta animación y no encuentro ese punto de conexión entre estilo e intención de la cinta, y esto me resta enteros.
Y sin embargo, no puedo dejar de fruncir el ceño cuando me encuentro con textos e interpretaciones que hablan de la animación como si de un extra de mera correspondencia estética se tratase o, peor aún, como si el hecho de estar dibujado suavizase la historia e hiciera amables los traumas. Como si se hubiese decidido colectivamente que el documental se realizó de este modo para que la presentación no asustase a un espectador tal vez demasiado acostumbrado a percibir intuitivamente la animación como un canal de expresión infantilizado y alejado diametralmente de la realidad. Esta no es la primera vez que se explora el formato del documental animado y, sin embargo, seguimos en las mismas. A pesar de los éxitos de crítica, de los premios y de las categorías de culto acumulados durante años, el formato sigue siendo ese gran desconocido de apariencia inconexa y seguimos actuando con una sorpresa y una incredulidad que ya se sienten condescendientes. Y aquí hay dos caras de la moneda: la insistencia en creer que la animación debe cuentas a la realidad en vez de ser capaz de reflejarla con toda la crudeza necesaria, y el conformismo estético de unas obras a las que les van a llover premios simplemente por adoptar una forma de presentación llamativa y no parecen sentir la motivación para explorarlo y construir un lenguaje expresivo propio. Porque, en este último punto, Flee llueve sobre mojado de otras obras del estilo, hasta el punto de que ya se siente algo característico de este modelo de animación europea documental o de temática social. A pesar de los contraejemplos, que los ha habido y notorios, esta idea de que para corresponder con la realidad una obra animada debe meramente reproducir la estética de dicha realidad, es un discurso que en este punto todavía me apena encontrar.
Cuando veo que una película como Flee ha logrado lo que ha logrado, siendo además una obra que siento tan sincera y elocuente en sus temas, me alegro por ella y me alegro por la visibilidad que da a la animación como formato y medio para la expresión artística. Pero por otro lado, la siento como la enésima oportunidad desperdiciada de combatir la desidia que se le tiene a la animación, por mostrarse incapaz de —o indiferente a— la idea de demostrar lo que se puede lograr con ella. Si obtiene todavía más reconocimiento, espero que al menos este sirva como puente y no como punto final, y que algún día esto desemboque en que se conciba el medio con la amplitud y el rango expresivos que lleva demostrando más de un siglo.