Durante los créditos de inicio de Fire of Love, lejos de encontrar los nombres de aquellos profesionales que han trabajado junto a Sara Dosa en la consecución de su tercer documental cinematográfico, destaca ante todo que la gran mayoría de imágenes, así como las filmaciones y material fotográfico pertenecían a Katia y Maurice Krafft, figuras protagónicas de la pieza no sólo por su particular historia, también por los logros que les permitieron registrar y dar seguimiento durante tantos años al fenómeno volcánico. Esto —el hecho de incluir únicamente sus nombres—, que podría resultar anecdótico, dice bastante sobre las intenciones y transparencia con que la cineasta estadounidense afronta su obra: en ella, los protagonistas, además de aquellos volcanes a los que la pareja supo aproximarse y entender con insólita ternura, casi digna de uno de esos personajes del mundo “herzogiano”, son los Krafft, y así lo da a entender inequívocamente Dosa, en otro acto de amor que casi se podría decir que define a nivel emocional el film, comprendiendo esa radiografía como algo más que un acercamiento a su obra, también una carta de afecto y devoción a otro tipo de amor: el amor a la naturaleza.
Para tal cometido, Sara Dosa se aferra a cuanto está en su mano proponiendo una narrativa que dinamiza y puntualiza a la perfección cada recoveco del relato, y guiándose a través de un montaje cuya pericia casi clínica —incluidos determinados adornos— no vamos a descubrir aquí y ahora tras su galardón en Sundance —que, estará de capa caída, pero de vez en cuando acierta—. Es así como dispone una crónica donde lo difícil parece fácil, desmenuzando los pormenores de la relación entre Katia y Maurice —cuya idealización se destempla con golpes de realidad, describiendo dos caracteres que, siendo brújulas uno para el otro, se contrariaban en más de un ámbito—, al mismo tiempo que quedan dispuestas algunas de las teorías de la pareja de forma didáctica sin necesidad de que parezca una pieza destinada a neófitos, o se intercala el periplo que les llevó durante lustros a ser algo más que eminencias, también una suerte de estrellas emergentes que ni siquiera necesitaban vender un producto para continuar con su recorrido: la lava y las espectaculares explosiones volcánicas les proporcionaban el vehículo idóneo como para no precisar mucho más que su objeto de estudio para salir airosos.
Fire of Love es, en su materia, un ejercicio al que se le pueden realizar pocos reproches: quizá, si acaso, que en ocasiones quiera parecer lo suficientemente lúdico como para no alejar al espectador de una materia poco común —tanto, que incluso su dialéctica podría llegar a acercarnos al Life Aquatic de Wes Anderson y su presentación del documental de Steve Zissou; hecho que, sin llegar a banalizar el relato, sí sustrae cierto poderío a las aventuras de los Krafft, así como a las imágenes que suscitaban su incombustible labor—. Ello dota probablemente de una imagen distorsionada, consecución lógica de que quien es ajeno a su obra quiera concebir cierta afectividad mediante elementos externos, pero nunca desmerece los resultados de un film capaz de sorprender, hipnotizar e incluso, en alguna instancia, cautivar. Un efecto que, por otro lado, se manifiesta desde las propias imágenes captadas por Katia y Maurice en no pocos momentos, consiguiendo así que el éxito de Fire of Love se deslice de aquel microcosmos que supieron contemplar con temple y retratar a través de una fascinación que pocas veces se ha atisbado así en la gran pantalla, y que no hay que dejar de atribuir también a la concienzuda y maravillada mirada de Sara Dosa.
Larga vida a la nueva carne.