Christos Nikou sigue indagando en la distopía emocional, desde la versatilidad que ofrecen las creencias absolutas en un mundo donde todo se debe catalogar. Aunque Fingernails trabaja su propio universo, es imposible no encontrar las apetencias de su autor en cada rincón si conoces su obra anterior, Apples. Mientras en su primer trabajo nos ofrecía una realidad alternativa donde el olvido era una enfermedad generalizada a tratar mediante los más extraños experimentos sociales, en Fingernails es el amor definitivo el que se busca de un modo empírico, numérico, irrebatible. Distintos males que el director trabaja con unos métodos parejos y que, por tanto, se vuelven inconfundibles.
No es de extrañar que en esa primera película que sobrepasa la barrera internacional haya contado con su guionista Stavros Raptis, con quien ideó Apples, con un nuevo socio a tener en cuenta, Sam Steiner. Ambos conjugaron algunos de los detalles más llamativos del nuevo cine griego en su trabajo anterior, de un modo que resultaba menos crudo, más humano, capaz de romper a su protagonista, o de intentar romper al espectador al comprender sus movimientos; todo mejora con el tiempo y la frialdad del olvido se convierte en calidez ambiental en esta historia basada única y exclusivamente en el amor. Colores terrosos y espacios luminosos construyen el escenario perfecto para la temática seleccionada, que realmente no es tan simple como el amor, consiguiendo ese pequeño contraste entre la calidez visible y la intransigencia, de nuevo, de una sociedad enferma por darle una explicación a todo.
Una mujer, en este caso Jessie Buckley, pone en duda la compatibilidad para toda la vida que proporciona esta realidad alternativa a la nuestra y nos sirve como punto de partida para conocer y a la vez dudar. El film se basa en gran parte en esa rocambolesca mirada hacia las relaciones amorosas gracias al interés de Anna —así se llama ella— por conocer desde dentro cómo funciona ese negocio del amor. El ingenio se desata a través de pruebas que se realizan a distintas parejas, desde los clichés musicales, por otra parte algo imprescindible para darle forma al film gracias a una cuidada selección que siempre habla por sus protagonistas, hasta las más peligrosas peripecias para comprender si se puede dar la vida por el otro. Una idea muy del Ministerio del Amor de 1984 pasado por el filtro colorista y cómico de Wes Anderson.
El cambio de escenario también influye en cierto modo en el estilo de Nikou. Ante la frialdad y estatismo de los personajes de su anterior film, queda aquí contrastado por la expresividad de los personajes, con comportamientos muy claros y más cercanos a los sentimientos que interpretan, con la convicción de no cambiar de Jeremy Allen o la pérdida de esperanza de Riz Ahmed, todos correctos en las batallas que les toca lidiar. Se podría entender las dos películas del director como líneas temporales paralelas, donde los detalles provocan cambios abismales en lo visual, pero el mensaje se mantiene intacto, porque claramente se puede entender Fingernails como un drama romántico con mucha personalidad, pero sin rebuscar en exceso se encuentra esa afilada crítica social que le da un toque personalizado, capaz de romperle los esquemas tanto a los románticos empedernidos como a aquellos que necesitan un manual para comprender los sentimientos propios y ajenos.
El amor como negocio definitivo, un dolor intenso y momentáneo que calibra el futuro. De la ocurrencia surge una Fingernails notable y seductora, a la que quizá le falta algo de riesgo por perder en ciertos momentos la esencia de sus creadores, pero que nos invita a la reflexión, una que siempre nos ofrece un camino a contracorriente, un camino obvio pero imperfecto, que nunca está de más reivindicar.
La película es mala, lenta, no entiendo como puede alguien escribir de mil cosas, choros mareadores sobre esa película que es mala y lenta. A veces solo basta con que un ingenuo crítico de cine se crea sus mentiras