György Pálfi demostró, ya con sus primeras películas, ser un obsesivo estudioso del lenguaje cinematográfico, cuyas posibilidades expresivas y narrativas tensó (y testó) en dos obras arriesgadas y complementarias que, pese a sus evidentes diferencias formales, partían claramente de una misma sensibilidad curiosa y desafiante. Mientras en Hipo (Hukkle), su ópera prima, prescindía de la palabra para narrar una intriga criminal con recursos expresivos eminentemente sensoriales (en los que el plano detalle y el uso de efectos especiales resultaba primordial), en la excéntrica Taxidermia intentó ahondar en las raíces culturales de su país a través de un anecdotario familiar basado en la anomalía, cuya compartimentación episódica permitía contemplarlo como un pequeño y excéntrico cuento sobre la diferencia (lleno de imágenes inolvidables), pero también como un excepcional catálogo de perversiones embebido de un aliento surrealista que lograba insuflar belleza y poesía a comportamientos y acciones objetivamente desagradables, turbios, perturbadores.
En Final Cut, su última película, prosigue su particular indagación en los entresijos del medio de una forma más frontal si cabe, trascendiendo la naturaleza más superficial de su propuesta (esto es, el collage cinematográfico como máxima expresión de amor al séptimo arte) para construir una inteligente reflexión sobre los mecanismos que utiliza el cine a la hora de contar historias, es decir, sobre la propia esencia creativa del cine, sobre sus automatismos y recurrencias visuales y narrativas. La Historia del Cine, viene a decir, es la del forjamiento de una gramática que, a fuerza de repetirse, ha derivado en universal, casi un esperanto de la emoción cinematográfica que consigue conquistar la independencia y la singularidad a través de las distintas sensibilidades puestas en juego por los directores de turno. En este sentido, el «patchwork» audiovisual que plantea Pálfi lo que hace es diluir esta singularidad y reforzar el carácter genérico que subyacía en todas las películas que decide reelaborar a través de una ficción nueva y, no por casualidad, arquetípica y convencional: una historia de amor que hemos visto mil veces antes, pero recreada a partir de un Frankenstein cinéfilo cuidadosamente elaborado.
El experimento es pertinente porque, en su condición de homenaje al cine, también logra revelar sus esquematismos narrativos y sus trampas expresivas, no necesariamente con una voluntad crítica, sino con esa curiosidad del científico que intenta determinar la fórmula del éxito de un determinado producto, las maniobras que se esconden detrás del truco de magia. Al mismo tiempo, mediante el reciclaje de esta pluralidad cinematográfica recolectada con mimo y cabeza, Pálfi reformula el significado de una serie de gestos fuertemente incrustados en el imaginario colectivo (y en la memoria sentimental) del espectador, descubriendo el rico potencial expresivo y semántico que esconde toda imagen una vez liberada de su contexto (algo ciertamente no novedoso, pero que pocas veces antes se había reflejado con tanta habilidad e inteligencia).
El resultado (tal vez más ocurrente que genial) es una película abiertamente experimental, accesible y juguetona, que se dirige tanto al corazón del cinéfilo como a su cabeza, pero que pierde la oportunidad de acceder a la grandeza al mecanizar en exceso su propio desarrollo, haciendo que la magia ocasional derivada del diálogo que se establece entre las imágenes de todas las películas seleccionadas se debilite ante la pérdida de la sorpresa inicial que esta nos depara y ante la negativa del director a ofrecernos con su historia algo verdaderamente creativo y original. O dicho de otro modo, está tan empeñado en trenzar (y, creedme, supone una ardua tarea de chinos) ese memorable ramillete de momentos cinematográficos que conforman su película, que descuida un poco la emotividad real de lo narrado, perdida entre la autoconciencia y la falta de ambición dramática. El invento, al final, se siente algo estirado y predecible.
En cualquier caso, es otra anomalía valiosa y recomendable de uno de los autores más inquietos de su generación, y, por encima de cualquier otra consideración, un vibrante, original y entretenido estudio sobre la retórica del cine, con ese tono apasionado sólo propio de alguien que ha mamado este medio desde pequeño, y que lo ama sin condiciones.
Qué aburrido y rebuscado análisis…