Lo que sigue es un rollazo de mucho cuidado. Pero tranquilos, no habrá spoilers de Juego de Tronos. Inicialmente el título de este artículo iba a ser «¿Por qué lo flipamos ahora con el cine georgiano? O AKA ¿El cine georgiano puede ser el nuevo Guti?», pero el jefe lo consideraba poco serio, aunque creo que daba en la diana, pero bueno.
De momento es sólo un rumor entre algunos cinéfilos y compañeros críticos, pero llevamos algo más de un año donde no puede faltar en cualquier festival una película georgiana que entusiasme a público y crítica. De hecho, tras un periodo corto recorriendo exclusivamente certámenes, ese cine empieza a llegar con cuentagotas a la cartelera española (principalmente a los cines de Madrid y Barcelona, no nos vamos a engañar), como hasta hace poco pasaba con el cine rumano o hace más de una década con aquella “invasión” de cine argentino (aunque también tuvimos “invasión” del thriller coreano, cintas de terror japonesas, cine “indie” y un sinfín de pequeños booms en momentos dados y muy concretos en el tiempo).
El pistoletazo de salida para un servidor fue hace 2 años, cuando desde el festival de cine de Sarajevo, algunos colegas me escribían que lo estaban flipando en colores con una cinta como In Bloom. Ese año no pude asistir a la capital bosnia, pero cuando un año después regresé a uno de mis festivales favoritos, en las secciones oficiales había hasta tres películas de dicho país, todas con una calidad excelente y algunas que se colaban directamente entre lo mejor visto esa temporada.
In Bloom (reseña aquí) fue el primer filme georgiano que disfruté, pero desde entonces van unas cuantas. ¿Por qué, de pronto, el cine hecho en Georgia o por directores georgianos triunfa entre cierta cinefilia? ¿Es que antes no hacían buen cine y por arte de magia ahora sí? ¿Es solo una moda pasajera? ¿Es impulsada por los críticos más que por la calidad?
Son varias preguntas que no tienen una respuesta inamovible. También creo que tenemos que ir con cuidado. Desde cierta crítica cinematográfica, tanto profesional como de blogueros en pijama, somos muy rápidos para catalogar y ponernos la consiguiente medallita a la hora de descubrir antes que nadie las nuevas tendencias. Sí, a veces devoramos antes de reflexionar. A veces se ha vendido humo. A veces se ha sobredimensionado. A veces, simplemente por esa tendencia o filón que parecía marcar los tiempos, hemos bajado el listón. Ya pasó con el cine rumano, también llamado por algunos (no sin cierta ironía a veces), como “el nuevo, nuevo cine rumano”. Hubo mucha polémica a la hora de etiquetar ese “nuevo” o de considerar que fuera un movimiento cinematográfico a la altura del Free Cinema o incluso la Nouvelle Vague. Más de una distribuidora, oliendo billetes (y es legítimo, ojo, que son distribuidoras, no hermanitas de la caridad), se subió al tren. Al final han terminado por saturar el mercado trayendo cintas que no siempre están a la altura de unas palabras, “nuevo cine”, que acaban siendo simplemente otra etiqueta comercial más.
Pero el problema de como somos capaces de cargarnos “el nuevo cine de donde sea” a la altura de los grandes medios destruyendo y mercantilizando la palabra “grunge” o “indie” da para otro artículo. Y siempre ha sido así. ¿O ahora hemos olvidado esas tarjetas de crédito con referencias a los Sex pistols y su Anarchy in the U.K y los anuncios de coches con canciones de Bob Dylan? Pero centrémonos, que me pierdo.
Lo que voy a formular a partir de ahora es tanto una pequeña reflexión como una hipótesis, así que ojo, cualquiera que quiera rebatir será bienvenido.
El primer punto me parece el más coñazo y el que puede dar más quebraderos de cabeza, así que seré breve.
El cine georgiano actual no es un movimiento cinematográfico. Es un “filón”.
Creo que los “nuevos” cines actuales ni salen de la nada ni son en última instancia un movimiento cinematográfico. Niego por tanto (preparad las piedras, gente) que el nuevo cine rumano sea nuevo o un movimiento al que puedan englobarse miradas de cineastas tan diferentes, aunque compartan ciertos puntos en común.
La expresión “nuevos cines” conlleva un punto de ruptura con el cine que se hace hasta el momento y siempre, ya sea el nuevo cine polaco, el Free Cinema inglés, la ola checoslovaca, etc, viene acompañado de la conciencia de estar haciendo algo diferente y en común acuerdo. Dicho de otra forma, aunque en los años previos ya se notan inquietudes parecidas, suele ser una reunión de autores que se ponen de acuerdo y firman en muchos casos un manifiesto. Así pasó en todos los nuevos cines del siglo pasado, en todos, desde el nuevo cine brasileño, los polacos, los alemanes, los checos o los ingleses. Hasta los españoles se reunieron en Salamanca para lo mismo. Si recordamos hasta los colgados de los daneses salieron una noche de juerga y entre copa y copa firmaron el decálogo del Dogma95. Es cierto que cuando se les pasó la resaca decidieron enviar a paseo sus propias reglas, pero bueno.
El único cabo suelto es el Neorralismo italiano. Esto es importante, porque ojo, cualquier filón (así es como considero que es apropiado llamar a los cines que (re)descubrimos ahora) actual europeo suele venir acompañado de muchas de sus ideas. Aquí llega la hecatombe. Hay críticos que no aceptan al Neorralismo italiano como movimiento cinematográfico. ¡Ba-boom!
Así que, recapitulando, no estamos ante un movimiento cinematográfico porque los cineastas georgianos no han creado ningún manifiesto y aunque en ocasiones con ciertas similitudes, cada cineasta viene de su propio lugar y hacen cine por su cuenta. Estamos ante un «filón», un repunte de su cine sobre todo visto desde fuera, pero tampoco surge de la nada. Y ese filón seguramente sea explotado como etiqueta comercial hasta vaciarlo de contenido.
Ese filón o afloramiento, es distinto a un movimiento. No tiene una dirección clara, por mucho que adquiera ciertos rasgos reconocibles. No implica el que 20 personas se pongan de acuerdo en unas líneas básicas ni reglas inamovibles. Entre los cineastas georgianos pueden observarse actitudes bien diferenciadas, y el componente generacional no es tan uniforme si pensamos que está presente una clara separación entre los más jóvenes y quienes llevaban años luchando por sacar una película. Quedémonos por tanto con la idea de estar ante un filón más que con un nuevo cine. Pero tampoco se puede descartar en un futuro que sí se transforme en un movimiento cinematográfico con todas las letras.
El cine georgiano no surge de la nada, aunque nada supiéramos de él
El segundo punto es que el cine georgiano actual no aparece de la nada. Sólo hay que recordar a un cineasta como Mijaíl Kalatózov (Soy Cuba, Cuando pasan las cigüeñas, La tienda roja, El primer convoy, etc) o Tengiz Abuladze (El árbol de los sueños, reseña aquí), ambos de la época soviética. No obstante, como muchos países integrados en la URSS, su producción era de pequeñas proporciones y prácticamente desconocida. Tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de buena parte de las repúblicas socialistas, Georgia adquiere la independencia y su cinematografía, hasta entonces “secuestrada” por la URSS, se libera.
Es decir, aunque desconocida y no teniendo un “nuevo cine”, a diferencia de algunos países de la esfera soviética al estilo de Polonia, Hungría o Checoslovaquia, Georgia está ahí, con el gran Kalatózov a la cabeza, aunque durante la mayor parte el mismo cineasta esté alejado de su hogar mientras rueda sus cintas. Y tanto él como Abuladze considero que son referentes para las nuevas generaciones. De hecho se habla de una escuela de directores georgianos en la URSS.
Los inicios tras la independencia no fueron fáciles, y su cinematografía, huérfana ya del estado soviético, se resentiría, aupada por una crisis económica brutal, las guerras de la región y la llegada de una nueva oligarquía dominante que en muchos casos y de forma irónica (y tal como sucedía en Rumanía y otros países del este) ya estaba presente en la etapa anterior. Más de uno pasó a de ser un dirigente del partido comunista a ser un ultraliberal de toda la vida como si nada.
Por tanto, tras la desaparición del férreo control soviético, su cine empieza a no depender de los planes centralizados rusos y a tener más oportunidades, aunque casi tiene que partir de cero con todo en contra. Es sólo cuestión de tiempo que una nueva generación que nació en la Perestroika (años 80) se ponga a hacer cine contra viento y marea. Poco a poco se va creando una cinematografía, sobre todo a partir del nuevo milenio, y la difícil década de los 90 sólo forma parte del pasado. Pero esto no explica porque el filón ahora, porque ese estado mental en el que aparecen abocadas todas sus películas actuales que nos llegan. Y no, no es lo mismo el cine de Nana Ekvtimishvili (In Bloom, 2013) que el de George Ovashvili (Corn Island, 2014, reseña aquí, entrevista allá), y aquí la diferencia principal es la generacional. Hay dos generaciones haciendo cine ahora mismo en Georgia, los nacidos en los 80 que recuerdan poco de la época soviética, y los que ya eran adultos en esa década. Y la diferencia parece bastante clara en su cine, por mucho que haya sucedido algo en el país que los lleva a todos aparentemente al mismo lugar.
El filón del cine georgiano. Causas y motivos: El trauma nacional
En este punto vengo a decir que el cine georgiano, o de cineastas georgianos (hay mucha coproducción de por medio que ayuda a la buena realización de las cintas, esto no debe pasarse por alto) es tan sólo la muestra de un estado mental del país, que tiene más que ver con el cine de Rumanía o de Argentina en determinados momentos históricos y hecatombes nacionales de lo que parece a primera vista.
Considero que Argentina ya vivió su propio filón de cine a inicios de la década pasada. Y Rumanía vive con un filón ya consolidado. Y Georgia puede estar entrando en la misma situación. ¿Por qué? ¿Qué tienen en común los tres países?
El trauma. Los tres países vienen de un pasado cuanto menos bastante oscuro, con tres dictaduras diferentes. Luego sigue una época de liberalismo, donde a pesar de tener un inicio de los años noventa algo tormentoso, la sensación general es que las cosas van bien. Que por fin son países de verdad. En el caso de Georgia, el momento más dulce es el año 2003, cuando estalla la revolución de las rosas, prometiendo entre otras cosas la instalación definitiva de los refugiados de la guerras de los noventa, recuperar los territorios “separatistas” y avanzar en cuestiones democráticas junto con un acercamiento a Europa, USA y la OTAN.
Todo se va al traste 4 años más tarde, cuando Georgia decide recuperar a la fuerza los territorios que de facto son países independientes desde la década de los 90, Osetia del Sur y Abjasia. La guerra es un desastre, Rusia ve justificada una intervención militar que aplasta a los militares georgianos. Georgia pide ayuda a la OTAN, pera esta decide que por un trozo de mala muerte de terreno no merece la pena enfadar a Putin. La economía se resiente, se conocen nuevos casos de corrupción y vuelven a surgir decenas de miles de refugiados. Y todo esto, en un lapso de tiempo muy corto, la guerra apenas dura días. En cuestión de semanas se pasa de un estado de fervor patriótico a un estado casi fallido. Todos los objetivos de la revolución fracasan miserablemente.
El sueño georgiano desaparece. Nos encontramos ante una sociedad que en 20 años ha vivido dos guerras, dos crisis económicas, con miles de refugiados deambulando por cualquier lado, y una sensación de fracaso, de estar perdidos. Una sociedad traumatizada cuando hace apenas unos años comenzaba la revolución que por fin iba a arreglar todo.
Si pensamos un poco, la Argentina anterior al corralito también vivía “por encima de sus posibilidades” en un estado de “todo va bien”, donde “por fin somos lo que deberíamos ser”. También, en un breve periodo, todo se fue a tomar por culo. Rumania era un país que abrazó la democracia y a Europa tanto tabla de salvación como motivo de sentimiento de orgullo tras una atroz dictadura comunista. “Por fin somos europeos, por fin somos una democracia. Ahora empieza lo bueno”. Nunca vi tantas banderitas europeas como el tiempo que estuve allí, poco antes de entrar en la Unión Europea. Lo que siguió fue una desilusión acompañada de una crisis económica. Otro sueño que acaba en pesadilla. Incluso Grecia, otro país con una un cine harto interesante y bastante rompedor en los últimos años, vive su particular “periodo oscuro + por fin la democracia + la economía val del carajo, celebremos unos juegos olímpicos + todo se va a la mierda”. Esa es la relación que veo entre países tan distintos a priori.
Así que el cine georgiano nos muestra su trauma particular. Lo primero que se ha hecho es colocar la guerra y sus consecuencias en su estado más humanista. No son películas bélicas al uso, pero todas vienen marcadas por ella. También se ha vuelto la mirada al pasado, a inicios de los 90 y las crisis que asolaron al país, como en In Bloom, una película claramente autobiográfica. En I am Beso (Lasha Tskvitinidze, 2014) el protagonista, al igual que las chicas de In Bloom, se encuentra llegando a la adolescencia y comprendiendo que su vida se ha detenido, que no hay sueños ni esperanza, que pasará de la infancia a la vida adulta sin transición, más acentuado en In Bloom por la condición de mujeres de las protagonistas en una sociedad patriarcal. En el fondo, que están atrapados sin oportunidades y sin haber hecho nada para merecer ese castigo. La diferencia temporal entre ambas películas es de 20 años. Las conclusiones son las mismas: no hay salida.
Lo mismo pasa en Brides (Tinatin Karjrishvili, 2014, reseña aquí), donde una mujer sufrirá la soledad y la desesperanza por la entrada en prisión de su novio, con el que decide casarse una vez él ingresa en prisión para tener derecho a las visitas semanales. También es un personaje atrapado y que se consume por dentro. Incluso en una cinta como Blind Dates (Levan Koguashvili, 2013, reseña aquí) tenemos a un patético personaje que no dirige la acción, va deambulando a su pesar en una absurda historia donde él no tiene nada que decir.
Luego nos encontramos con Corn Island (george Ovashvili, 2014) y Mandarinas – Tangarines (Zaza Urushadze, 2013; ésta Estonia para muchos, aunque es una coproducción. Su reseña aquí), que han llegado a las salas comerciales de nuestro país.
Los cineastas que ya habían hecho cine años atrás detienen su mirada en la sinrazón de la guerra con una mirada humanista, los jóvenes hablan más de la sensación que hay salida, que están atrapados. Pero sea como sea, todos parecen estar traumatizados por el derrumbe que ha sufrido su país tanto físicamente como psicológicamente.
El cine georgiano no es una isla.
El cine que se hace en Georgia sigue el patrón de un filón. No es un cine que surja de la nada y viene marcado por un trauma nacional. Hay otro punto a tener en cuenta. El cine georgiano no es una isla, en muchos casos son coproducciones con otros países europeos, muchos de sus realizadores tienen parte del equipo foráneo, desde la producción hasta directores de fotografía. Sin ir más lejos, el director de foto de In Bloom es Oleg Mutu, rumano que se cuenta entre los mejores del mundo y alguien que ha participado en buena parte de las cintas rumanas más laureadas de los últimos años. ¿Casualidad? Lo dudo. Buena parte de las cintas de los cineastas más jóvenes georgianos parecen seguir cierto patrón del cine rumano actual, como si fueron discípulos aventajados. Y volvemos entonces al inicio, si Georgia parece adquirir ciertas ideas y herramientas del cine rumano y este bebe del Neorralismo italiano, volvemos a Italia, a esa idea de mostrar en pantalla lo mismo que ocurre fuera de la sala, esa sensación que lo visto es tanto “real” como “verdadero” donde no hay lugar para el escapismo. Donde el cine es un reflejo de la realidad.
Y ahí ya entran los espacios reales, la iluminación, los movimientos de cámara o el uso de la Steadycam. La inclusión de música diegética, la idea de volver al pasado para contar el presente y otras ideas reconocibles.
A parte, no hay que infravalorar la labor que tienen los festivales de cine, especialmente a nivel europeo. Todas las cintas mencionadas han pasado por algún certamen de cierta categoría. Sarajevo sin ir más lejos, puede convertirse en un espacio maravilloso para impulsar este filón. Incluso un filón, si se cuida, puede llegar a ser un movimiento cinematográfico, como decía al principio.
Y con todos estos ingredientes nos encontramos ante el filón del cine georgiano actual, con una cinematografía aún pequeña que saca pocas películas al año, pero muchas de ellas muestran un nivel de ideas brillantes y harto interesantes.
Una última pregunta por resolver. ¿No habrá otro país que tenga ya una cinematografía a sus espaldas, cuyo cine no surge de la nada, con un trauma a cuestas por encontrarse ante una crisis y con un circuito de festivales y producción que pueda ayudar a los cineastas. ¿Por qué en España no hay un filón? ¿O lo hay y desde dentro no somos capaces de verlo? ¿Es el llamado “otro cine español” ese filón?
Quien sabe.