Epilogue sorprendió con su certera crítica al sistema iraní mediante un retrato cercano y sincero sobre una pareja de octogenarios que descubren el lugar al que han quedado relegados. Compartiendo motivos con otras películas de la sección oficial, resulta mucho más efectiva en su representación del desamparo propio de la ancianidad, temática que parece resurgir últimamente con propuestas como Epilogue o Amor, el último trabajo de Haneke. Su dirección, acertadamente sobria y sin excesos, se dedica a husmear sin llegar a entrometerse en un día decisivo para la pareja interpretada por Yosef Carmon (Premio al mejor actor) y Rivka Gur, totalmente creíbles hasta en las escenas de mayor carga emocional. Su guión, también premiado en Gijón, muestra una solidez y progresión elogiables, aunque pueda pecar de alguna ligera reiteración por falta de confianza en lo sugerido anteriormente. Propuesta necesaria e interesante, de lo más destacable en la Sección Oficial.
Lo mejor y peor que podría decir sobre Gimme the Loot (imagen encabezado) es que se deja ver. Presenta un amable retrato de un par de chavales del Bronx que se quieren hacer un nombre en la escena grafitera neoyorquina. Destaca por la frescura de sus diálogos callejeros propios de un episodio de The Wire y la sinceridad de los dos protagonistas, cuya estrecha relación se va sugiriendo entre trapicheos con niñas ricas y carreras sin zapatillas. Su falta de pretensiones le otorga la condición de juguete narrativo que cautiva por su cercanía, a pesar de su excesivamente afable desarrollo (no se siente la dureza de las calles, aunque tampoco se pretenda), incluso se atreve con los mecanismos del suspense en una divertida secuencia con montaje paralelo. Una cinta entretenida que se acaba en un suspiro, que con su final parece decirnos que más importante que la meta, resulta el camino.
Uno ya está curtido en materia Sundance y lo único que se espera de uno de sus vástagos es que al menos sea simpático y divertido. Hello, I must be going lo es. Construida según los patrones base de las producciones indie, parece no centrarse tanto en la excentricidad y cinismo de su protagonista como en la cercanía y realidad que desprende. En esto último ayuda increíblemente la presencia de Melanie Lynskey, la eterna segundona de Criaturas celestiales, que si bien nunca llegó a destacar tampoco desapareció del mapa cinematográfico y en este caso brilla en su construcción de una depresiva y tímida treintañera en plena crisis post divorcio. Los secundarios, también bien interpretados, se reservan algún que otro gag bien construido que contribuye en la creación de la agridulce atmósfera, y conducen a nuestra protagonista a la inevitable lección vital. Tampoco nos libraremos de la dosis de guitarreos buenrolleros y situaciones estrambóticas, incluidos en el pack. Pero por lo agradable de su desarrollo, su bien repartido cinismo y alguna secuencia directamente desternillante (la cita con el divorciado) ya merece la pena acercarse a esta propuesta que sobresale entre la marea indie.
Inheritance, última obra de la actriz israelí reconvertida a directora Hiam Abbass, realiza un pertinente paralelismo entre el conflicto bélico que sufre su país con las tensiones y problemas internos que se gestan en el seno de una familia israelí, realizando una crítica a la rigidez de una sociedad doblegada por la religión y a la clase política corrupta. Veremos que en muchos casos estas crisis tendrán una repercusión mayor que la caída de un misil, al menos a nivel emocional. Resultan conceptos clave el papel de la mujer en la familia y su libertad de decisión, la avaricia y la posición del hombre en la pareja. Su desarrollo resulta un tanto obvio para el alcance que pretende y aunque sus intenciones son dignas de respeto se agradecería un acercamiento menos parcial, ya que la completa unilateralidad de algunos personajes contribuye al distanciamiento de un espectador que no se conforma con la separación bueno/malo.
La ecuatoriana Mejor no hablar (de ciertas cosas) resultó ser una de las propuestas más frescas y disfrutables de la sección oficial a competición. El gamberrismo de la primera parte del metraje contrasta con la sobriedad del acto final, abandonando un acertado retrato de desestructuración familiar, decadencia y absoluta falta de sueños de una juventud sin referentes para realizar un retorcido giro hacia la crítica social, introduciendo un ligeramente efectista mensaje. Destacan las tablas y alguna que otra solución visual por parte de su director, Javier Andrade, que construye secuencias de intensidad creciente, jugando con el fuera de campo y una efectiva banda de sonido, evitando lo explícito de un argumento que pudiera requerirlo y evitando así reiteraciones innecesarias. El elenco actoral principiante casi en su totalidad unido a una fotografía sucia reflejo del ambiente y espectro social a retratar contribuye al establecimiento de una atmósfera realista y cruda que representa a la perfección todos los oscuros callejones que se derivan de su sugerente título.
The patience Stone se une al grupo de producciones venidas de países de Oriente Medio estableciendo una crítica contra los pilares de su sociedad y los fundamentalismos religiosos. Como en Inheritance, resultan capitales conceptos como la posición de la mujer en la sociedad afgana, el amor y la supervivencia en situaciones límite. Retrata la vida de una mujer que tiene que cuidar de su marido en estado de coma, estableciendo con él una relación más cercana de la que nunca tuvieran antes. Una excesiva dependencia de su precedente literario (novela escrita por el propio director, Atiq Rahimi) hace dudar sobre la necesidad de la adaptación, evidente en sus interminables monólogos y una falta de dinamismo que se intenta suplir con una planificación nerviosa que no complementa a la acción como debería. De todos modos, sí consigue atrapar al espectador en determinados momentos en alguna de las confesiones más retorcidas de carácter catártico. La crítica es valiente, explícita y reveladora, aunque como ya ocurriera en Inheritance, un tanto parcial, incluso sonrojante en su excesivo final. Una de las grandes ganadoras del certamen, cautivando a la crítica internacional, al jurado joven y ganando el premio a mejor actriz (enorme Farahani).
El último trabajo del británico James Marsh (Man on Wire), Shadow Dancer, se postula como un calmado thriller con el terrorismo como eje, contando la historia de una miembro del IRA obligada a convertirse en informadora del MI5 tras un atentado fallido en Londres. A pesar de la a priori resobada premisa, muestra mayor atención al estudio de los personajes y sus motivaciones que al desarrollo de una trama compleja, que de todos modos deparará algún que otro giro imprevisible, con mayor o menor fortuna. Está construida sobre unas potentes interpretaciones, sobre las que destaca Andrea Riseborough, calculadora y fría aunque aparentemente frágil en el papel protagonista. El destacable tono que imprime Marsh a su obra, reposado y distante, sin forzar la acción en ningún momento y confiando en la potencia emocional de sus secuencias, se ve empañado por alguna que otra salida fácil, refugiándose en las constantes del thriller al uso. Aunque correcta y creíble, le falta el paso que la convierta en perdurable por alguna razón más allá de la interesante evolución que presenta la protagonista.
Teddy Bear, otra aportación Sundance, presenta un drama danés de sonrisa tímida que recoge los tropiezos sentimentales de un culturista inadaptado y reprimido por su siniestra madre que decide probar suerte en un viaje a Tailandia, en busca de una mujer que aprecie sus cualidades. Modesta en sus intenciones, establece una especie de cuento moral retratando el proceso de madurez de un niño grande que se siente fuera de lugar en todas partes. El viaje de Dennis a Tailandia podría recordar perfectamente al de Gulliver a la ciudad de Lilliput, evidente en la diferencia de tamaños que incrementa el desplazamiento que siente el protagonista. El actor principal, Kim Kold, sorprende en su representación de la tímida mole que no se atreve a enseñar sus músculos, en una sobria y contenida interpretación digna de aplauso. Agradable, simpática y retorcida en alguna que otra decisión argumental, resulta correcta pero falta de profundidad en un desarrollo que ya hemos visto retratado con anterioridad.
La venta del paraíso supone una reformulación de los códigos que representa el cine castizo, un batiburrillo que recoge la tradición literaria del esperpento con motivos visuales propios del realismo mágico para pintar un retrato costumbrista y desmadrado de los tiempos que nos ha tocado vivir. Su desquiciada e inquieta atmósfera envuelve al espectador en bufonescas secuencias de la mano de los excesivos inquilinos de una pensión madrileña. Las imágenes que definen el tono general de la cinta, representación del viaje físico y espiritual de la protagonista, quedan filtradas por su propia mirada, extranjera en un país de pandereta, sorprendida por sus excesos y encantada por su belleza. Su lineal desarrollo, mezcla de comedia y melodrama pasado de rosca, está trufado de motivos surrealistas que pueden descolocar en un primer acercamiento, pero que se sienten puros una vez envueltos en su trastornado estado anímico. Como se intuirá, camina en la cuerda floja y se balancea sobre el ridículo más espantoso, llegando a caer en ocasiones, pero sólo por lo insólito de su planteamiento, su valentía y su capacidad de fascinación, merece destacarla entre la producción española actual.