Todo empieza con una mirada furtiva, de esas que esconden algo más que un simple gesto, y deriva en una golpiza donde pasamos de los escenarios y pasillos repletos de color a una calle que se recrudece a través de la imagen, cuya representación cambia el sino de un personaje que se aleja de su mundo, que desplaza su mirada en busca de una seguridad no solo inexistente, sino además signo de una libertad coartada, extirpada de cualquier manifestación que le permita a uno expresarse. Pero ese espejo resquebrajado, contenido por las consecuencias derivadas de una noche fatídica, no sólo se situará en el rostro del protagonista: al otro lado, un agresor irreconocible en un principio, en un encuentro fugaz, se mostrará como un individuo que también precisa de esas máscaras que la sociedad provee a modo de defensa, ocultando una condición que, dado el contexto, debe permanecer en un anonimato, o privacidad, como el propio personaje excusa, que no desmonte un status adquirido pero sin embargo tan frágil como el propio modo de encubrir una apetencia que ni él mismo parece comprender cuando reacciona violentamente ante cualquier pequeño signo de desnudez, vista para la ocasión como debilidad.
Femme nos presenta a dos personajes que se refugian tras una careta, que temen la respuesta de una sociedad implacable por distintos motivos, y lo hace delineando una historia donde la venganza se cierne sobre una relación imprevista. Sam H. Freeman y Ng Choon Ping enarbolan un film cuya derivación tonal se produce entre los distintos espacios en que se desarrolla el relato: de esas luces de neón que colman el universo de Jules (o su ‹alter ego›, Aphrodite Banks) en un inicio, confiriéndole el protagonismo que sólo podría tener en esa pasarela donde se exhibe, canta y baila, nos desplazamos a escenarios destemplados, especialmente en exteriores, donde Jules y Preston, su agresor, entablan una relación furtiva que se dirime entre fondos negros y una abstracción cuya expresividad redimensiona el periplo del protagonista, dotándolo de un nuevo significado, de una exposición que huye de personajes centrales convirtiéndolo en secundario, en alguien alejado de todo foco y, en especial, de un mundo que dominaba a su antojo, donde era la estrella. Los cineastas conciben esa conversión como una huida voluntaria pero condicionada por el miedo, por una inseguridad que se irá desvaneciendo del más paradójico de los modos: dominando una situación anómala.
Freeman y Choon Ping desplazan de ese modo su obra hacia un terreno más cercano al cine de género, donde el componente psicológico se establece como base y se entabla un jugueteo que es difícil saber qué dirección tomará. Femme entronca así con un thriller de extrañas hechuras que sin embargo sus autores toman con determinación, otorgando un sentido específico a ese insólito recorrido que iniciará Jules cuando acepte continuar una relación de la que sólo él conoce las circunstancias y consecuencias. No obstante, la forma de moldear y disponer a esos dos personajes, sin tapujos, aferrándose a su vulnerabilidad, dispondrá una consecuente evolución donde esa venganza que se asumía como algo tácito derivará en una crónica condicionada por dicha flaqueza, y comprendida desde una empatía que dota de humanidad y dimensionalidad a sus protagonistas. Femme logra, a través de esa decisión, no sólo culminar un cruel y áspero ejercicio donde la fragilidad domina cada espacio e impele cada acción de Jules y Preston, además reviste de la cercanía necesaria a un relato que, por más que se oculte entre sombras, no deja de estar compuesto por los sentimientos más vivos y viscerales que nos definen como seres humanos.
Larga vida a la nueva carne.